martes, 26 de marzo de 2024

UN ESTADO DE MELANCOLÍA

 

¿Puede sobrevivir un país que piensa que se va al garete? Difícilmente. Pero sí, puede sobrevivir. Es más, ante la adversidad los pueblos tienden a sobreponerse y sacan fuerzas de su flaqueza. Sin embargo, para ello sería necesario realizar previamente el diagnóstico de los males que nos han traído hasta aquí. Un diagnóstico de males y de las causas que están detrás de ellos.

Cuando he tenido que explicar a mis alumnos la Transición española, les señalaba el éxito que supuso el paso de un régimen autoritario a un régimen democrático de una forma pacífica y, sobre todo, “de la Ley a la Ley”. La figura del Rey Don Juan Carlos I y el papel de antiguos cargos franquistas fue crucial al favorecer activamente esa transformación. Las actuaciones que tuvieron dos partidos nuevos surgidos en aquellos años, como fueron la UCD y el PSOE, fueron igualmente determinantes. Y eso es así porque, tal como expliqué en un artículo anterior, el PSOE era también un partido político recién creado y sin apenas relación, excepto en el nombre, con el antiguo PSOE de la Guerra Civil, con el que no le unían ni las personas ni la mayoría de sus ideas, prueba de lo cual fue el abandono del marxismo por el nuevo PSOE. El antiguo, que prácticamente había desaparecido y apenas había hecho una oposición visible a la Dictadura del General Franco durante sus 36 años de duración, se presentó también a esas primeras elecciones bajo las siglas de PSOE (Histórico) y sus resultados fueron catastróficos.

En parte, ese éxito político de nuestra Transición se plasmó en la derrota de los extremismos de izquierda, con la desaparición del PSOE (Histórico) y la decadencia de los distintos grupos comunistas, incluido el  Partido Comunista de España (PCE), y de los extremismos de derechas, especialmente de Fuerza Nueva. Pese a ello, para un historiador el nuevo régimen democrático llevaba en sí mismo los elementos de su propia decadencia.

A finales de los ochenta y en los años noventa del siglo pasado convenía hacer hincapié en el logro colectivo que supuso la Transición, pero uno no podía dejar de pensar en el futuro, especialmente el político, que le esperaba a nuestro país.

Es indudable que como nación hemos avanzado, aunque sin saber muy bien hacia dónde, y ese progreso no siempre ha sido a mejor. Estos días se habla mucho de la situación en Suecia, país donde se piensa en la utilización del Ejército para controlar la criminalidad, ya que en muchas ciudades las bandas formadas por inmigrantes han terminado por controlar sus barrios y han provocado que los suecos tengan el mayor número de asesinatos de toda Europa, a pesar de contar sólo con poco más de diez millones de habitantes. Nadie podrá decir que Suecia no ha avanzado en estas últimas décadas, pero es evidente que ese progreso no ha sido para bien y la mayoría de los suecos preferirían haber conservado su situación anterior.

Cuando uno era adolescente, de lo cual hace ya mucho tiempo, cayó en mis manos un libro de un autor italiano, Enrico Altavilla, titulado Suecia, infierno y paraíso, en el que se describía la sociedad sueca de comienzos de los años setenta. De esas páginas se deducía un país rico y un Estado del Bienestar tremendamente desarrollado; sin embargo, también esas páginas me hacían pensar más en una sociedad infeliz y aburrida, en la que lo individual parecía haber quedado relegado y los valores eran más ideas objeto de aprendizaje escolar que principios interiorizados en sus habitantes. Años después las noticias sobre los altos índices de suicidios entre los jóvenes o las altas tasas de madres solteras me confirmaron mis antiguas conclusiones.

Me parece evidente que son cada vez más los casos en los que el desarrollo económico no se ha traducido en un verdadero bienestar de las personas y, por el contrario, la no necesidad del esfuerzo como mecanismo de supervivencia individual y colectiva conlleva la falta de los valores humanos que durante milenios habíamos desarrollado para asegurar esa supervivencia.

 En cualquier caso, los españoles tenemos ahora más bienes materiales, pero también vivimos peor, aunque muchos no sean conscientes de ello porque, o bien no conocieron los tiempos anteriores, o bien han sido anestesiados por la modernidad del progreso. El acceso a la vivienda se ha hecho prácticamente imposible para muchas personas. De heredar de la Dictadura uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, hemos pasado a un sistema de salud parcelado en 18 sistemas distintos, si incluimos a Ceuta y Melilla junto a las 17 Comunidades Autónomas, y que es incapaz, no solo de atender adecuadamente en tiempo y forma a sus ciudadanos, sino ni siquiera de retener a los profesionales de la salud. Se da la paradoja de que nosotros formamos a médicos y enfermeras, por ejemplo, que después se ven obligados a irse al extranjero por no poder ejercer dignamente en España, o bien son expulsados de algunos territorios por no saber la lengua regional, a pesar de existir un idioma común.

Es un absurdo más de los muchos absurdos que deprimen a los españoles actualmente.

La educación es, posiblemente, una de las actividades donde el afán por los cambios sin sentido más daño ha hecho y que más preocupa a los padres por la indefensión en la que se encuentran, aunque la preocupación debía ser general y no limitarse únicamente a quienes tienen a sus hijos en un centro escolar. Y ello porque, más pronto que tarde todos pagaremos sus consecuencias.

En otro orden de cosas, las instituciones políticas parecen sufrir un proceso de degradación creciente que las hace casi irreconocibles. Han perdido su esencia y su prestigio porque sus funciones van quedando desdibujadas y quienes las integran carecen, en muchos casos, de la formación y los valores necesarios para dirigirlas.

Y el proceso es aún peor en el llamado cuarto poder. La llamada ética periodística está desapareciendo de los medios de comunicación y, ni siquiera ha sido sustituida por una estética periodística que permita mantener la ficción de independencia. Hay periodistas de un lado y del otro, pero apenas quedan informadores que informan, lo cual debía ser el objetivo esencial de esta profesión y de quienes la ejercen. Son pocos, lamentablemente, quienes para el común de la población merecen el respeto que siempre ha dado el ejercicio de dicha profesión.

Pero si lo social y lo político presenta gravísimos problemas, el ámbito religioso tampoco se salva. Las creencias válidas durante siglos en Occidente, en general, y en nuestro país, en particular, parecen someterse ahora a un revisionismo difícil de entender, llevado a cabo por las propias cabezas rectoras de esas comunidades religiosas. Ocurrió hace décadas con algunas corrientes protestantes y con el anglicanismo, que llevaron a cabo un proceso de “modernización”, consecuencia del cual sufrieron una importantísima pérdida de creyentes; y se está dando últimamente en el catolicismo. Puede que algunos, o muchos, antiguos creyentes no acepten ese revisionismo religioso, o bien no haya sido comprendido. Lo que sí parece evidente es que muchos sienten que su corpus de creencias anteriores queda invalidado con estas reformas. Y la consecuencia de ello es que la fe que como sociedad hemos heredado de nuestros padres no pasará a nuestros hijos. Y ello tiene también importantes consecuencias para la sociedad que surgirá a partir de ahora, pues parece también que en el ámbito religioso se está produciendo un “canto del cisne”.

He de reconocer que no soy una persona especialmente creyente, pero admiro a aquellos que poseen una fe fuerte, sea cual sea, pues su vida es más coherente y cuenta con unos objetivos más claros.

Y para rematar la situación estamos en un país que ha hecho de la desigualdad entre españoles su seña de identidad. El inviable, entre otras cosas por sus costes económicos, sistema autonómico ha establecido en la práctica una gran multiplicidad de normas cuyo ámbito no va más allá del territorio de la autonomía correspondiente y que dan lugar a situaciones absurdas en sanidad, justicia, educación y obligaciones fiscales. En estos días se está hablando de la pretensión de los independentistas catalanes, tanto de extrema derecha, como Junts, como de extrema izquierda, como la CUP o ERC, de conseguir un cupo a imitación del existente en las Vascongadas. Mucha gente considera que ello sería algo insolidario y esta petición es ampliamente rechazada por la gente común. Sin embargo, en mi modesta opinión, el problema está en que la insolidaridad ya existe desde hace décadas y está recogido en la propia Constitución de 1978, de la que “emanan” los pretendidos “derechos históricos” en los que se basan los actuales concierto vasco y el régimen foral navarro. La verdadera igualdad estaría no en negar la existencia de un nuevo cupo económico y fiscal, en este caso en la región catalana, sino en anular los sistemas fiscales vasco y navarro, pues se trata de verdaderos privilegios para los habitantes de estas regiones que soportan el resto de españoles de dos formas: pagando más impuestos y teniendo menos derechos.

Sería legítimo pensar que mientras esta situación se mantenga la igualdad entre los españoles no existe plenamente y que los principios ideológicos del liberalismo político no se cumplen en aspectos básicos de nuestro modelo político.

Vivimos, pues, en nuestro país en un ambiente de crisis social, política y religiosa que se va agravando según se hacen más evidentes las consecuencias de las malas decisiones puestas en práctica por los políticos en las últimas décadas. Y ello se ha traducido en un cierto y creciente radicalismo de los españoles a la hora de afrontarlo.

Sin embargo, aunque se trata de presentar el radicalismo como algo intrínsecamente negativo, creo que hay que distinguir las distintas actitudes que en él se esconden.

Por un lado, están aquellos que lo asumen y practican como un modo extremado de tratar todas las cuestiones, sin aceptar la crítica ni partir de un análisis de las causas de la situación en la que estamos. Posiblemente estemos ante personas que se sienten defraudadas con la situación a la que hemos llegado en España y optan por acabar con todo. Y para ello suelen defender en algunos casos la imposición de modelos políticos, sociales y económicos totalitarios. Es una salida que ha sido defendida y puesta en práctica algunas veces a lo largo de la Historia universal, y no sólo en los siglos XIX y XX, tanto en nuestro país como en otros.

Por otro lado, nos encontramos a una gran parte de la población cuyo radicalismo está en su nihilismo. Ya que no está en su mano cambiar la situación, me inhibo y me dedico a otras cosas, como disfrutar de la vida, renunciando así a la defensa de sus valores tradicionales.

Y, en tercer lugar, el radicalismo hay que entenderlo también como la idea mantenida por otros muchos de que es necesario analizar las causas que nos han llevado a esta situación y defienden una reforma total, que no revolución, del orden político, social, científico y moral y religioso de nuestro país. Y ¿por qué una reforma en todos estos ámbitos? Pues porque todos ellos están interrelacionados. Así, en los últimos años en España no sólo se han puesto en duda la propia existencia de hombres y mujeres, al margen de sus preferencias sexuales, sino que se han abandonado muchos de nuestros valores y principios. Y sin esos valores y principios la “democracia” queda reducida a la voluntad de la mayoría o de los grupos políticos que detentan el poder, poniendo en cuestión la propia existencia de la nación. Como si España y los españoles, hombres y mujeres, existiéramos como tales por el resultado de una votación.

Las tres son respuestas ante la evidente crisis del sistema político que padecemos en España, especialmente porque la democracia ha sido sustituida por el poder de la “mayoría”. Una mayoría que no es real, puesto que la mayor parte de la población ha terminado por huir de la política, precisamente por esa ausencia de democracia y su sustitución por el juego de los grupos políticos y de determinados líderes que aparecen como el mejor exponente de la falta de principios.

La mayoría real, por tanto, corresponde a esos ciudadanos que han desertado del sistema al pensar que es insalvable. Su falta de fe en la posibilidad de reformar el sistema es, paradójicamente, una de las principales causas de la crisis del sistema. El aumento numérico de esta actitud está en el origen general de la crisis de las democracias que España y el mundo conoció en el primer tercio del siglo XX.

Sin embargo, quizás porque la Historia nos permite ser optimistas, es ese tercer grupo de personas, los que defienden la necesidad llevar a cabo una reforma total del sistema, quienes, si son capaces de imponerse, harán que nuestro país sobreviva y nos hacen pensar que la pregunta que planteamos al comienzo de estas reflexiones tenga una respuesta positiva.

Estoy convencido, además, a pesar del estado de melancolía en el que algunos estamos, que la Historia dejará a algunos en su lugar, lo cual no es muy alentador para una buena parte de la clase política actual. Si además la justicia humana también toma cartas en el asunto y juzga determinados hechos, seguro que muchos volverían a creer en el sistema y la recuperación moral y política de España lo suficientemente rápida como para que mi generación la pudiera ver.

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