Cuando uno era un joven estudiante de Bachillerato, había dos asignaturas, Religión y Filosofía, que compartían ciertos debates. Y uno de ellos era si la moral del ser humano era innata o se adquiría a través de la formación social y familiar, o bien tenía parte de ambos orígenes. Es decir, si el hombre cuando nace, como ser creado por Dios, es portador de unos principios morales que le han de mostrar el camino recto o si, por el contrario, es la familia y la sociedad en su conjunto quienes nos inculcan desde el comienzo unos valores morales que nos permiten convivir con el resto de seres humanos, o bien, como hemos dicho, si se dan las dos cosas.
Cuando el debate se convertía en algo más profundo, uno se planteaba también la hipótesis de si la evolución humana nos insertaba una serie de mecanismos de defensa de la especie que nos han hecho más sociables: el interés del grupo frente a los peligros exteriores conlleva la búsqueda de la seguridad de todos sus miembros como forma de cohesión y mecanismo de seguridad colectiva. Es decir, en el proceso evolutivo no sólo sobreviven los individuos más fuertes o mejor dotados, sino también las especies que han convertido en fortaleza la cooperación entre sus miembros: somos más fuertes porque hemos logrado instintivamente unir las fuerzas de todos, y somos más inteligentes porque hemos logrado crear una inteligencia social que aúna la de todos sus miembros en beneficio común.
Sea como fuere, y no es éste el debate que ahora nos interesa, como adolescentes en pleno proceso de formación intelectual, estábamos convencidos de que el hombre contaba con unos principios morales, al margen del origen que les quisiéramos dar, que regían su vida como personas individuales y como integrantes de una sociedad. Esos principios, de una u otra forma, impregnaban nuestra visión del mundo y, aun cuando no los seguíamos en ocasiones, eramos conscientes de su existencia y de su importancia.
No se trataba en aquellos años de si algunos chicos llevaban o no el pelo largo, de si las faldas de las chicas se acortaban con más rapidez de la que sus padres podían admitir, o de si los gustos musicales tendían a primar más el volumen que la conjunción de notas. Aunque a algunos todo aquello les pareciera una revolución, no era nada más que la demostración de una manera propia de manifestar la rebeldía innata en toda generación joven respecto a las generaciones anteriores: nada nuevo en la Historia, ya que siempre las nuevas generaciones buscan, entre otras cosas, revolucionar las formas y diferenciarse de sus mayores. Sin ello no habría evolución histórica, ni siquiera podríamos hablar de evolución artística, ya que ésta se basa en los elementos diferenciadores que surgen y nos permiten hablar de nuevos estilos.
En esencia, a lo largo de los siglos hemos ido cambiando las formas, incluso las formas sociales, pero los principios morales se han mantenido como convicciones profundas del alma humana. Generación tras generación revolucionamos una parte del mundo que nos hemos encontrado, pero hemos seguido considerando como algo indiscutible el respeto al otro en todos sus aspectos, la defensa de la vida de nuestros semejantes, la obligación de defender a los más débiles o, simplemente, el no engañar a los demás, como algunos de los elementos que forman parte de esos principios morales.
Todo ello eran certezas y esas certezas nos daban fortaleza y seguridad en nuestra vida diaria. Lamentablemente, hoy esas certezas han desaparecido en muchos casos y a nuestro alrededor vemos sobre todo relativismo y provisionalidad en las cosas más trascendentales. Estamos, en mi humilde opinión, en tiempos de incertidumbre.
Y ello es así cuando repasamos algunas de las realidades que se dan a nuestro alrededor.
Si miramos el mundo de la política, pocas veces como ahora ha habido tal mediocridad en lo que se refiere a los líderes de los distintos países. En español se mantiene todavía la expresión ¡qué bon vasallo si oviere bon señor! Lo cual significa que siempre ha habido malos gobernantes, pero nunca como hasta ahora ha sido un fenómeno tan general y evidente, a pesar de que los medios y las técnicas de comunicación conviertan en figuras relevantes a verdaderos incapaces. Y el problema es que se rodean de gente como ellos, con lo que los grupos gobernantes han pasado a crear muchos problemas y a solucionar muy pocos, debido a su incapacidad.
Algunos hechos que se dan son una buena prueba de ello. En España, por ejemplo, yo sigo sin saber realmente cuántos parados hay, puesto que la actuación de algunos se enfoca a jugar con los datos y minimizar su impacto en la opinión pública, sin tener en cuenta que si hay tres millones y pico de ciudadanos en paro, estamos ante tres millones y pico de españoles que quieren y no pueden trabajar, con lo que ello conlleva para su vida y su decoro personal; la cuestión es aún más grave si, como afirman algunos organismos independientes, el número de parados alcanza la cifra real de 4,2 millones de parados. Y, francamente, no veo que se analicen las causas y se busquen soluciones, y ello no es algo de ahora, sino que este fenómeno se ha dado durante décadas.
Tampoco sé, quizás alguno de ustedes lo sepa pero no es mi caso, el número de muertos por la pandemia COVID que hemos padecido. Sigue sin saberse, y además no se habla de ello, cuántos han muerto, en qué grupos de edad y en qué circunstancias; o cuales fueron, aparte de la propia enfermedad, las causas de que esa sobremortalidad haya sido tan elevada y cuáles serían las medidas que habría que tomar para que ello no se repitiera. Por supuesto, tampoco nadie de los que gobiernan en los distintos niveles explica qué consecuencias va a tener en el futuro; y mucho menos se ha explicado la singular medida tomada por el Gobierno de encerrar en sus casas, algo que sólo ocurrió en España, a cuarenta y siete millones de españoles, a pesar de que el Tribunal Constitucional declarase dicha medida como anticonstitucional. Seguimos sin saber por qué se tomó o quiénes fueron los expertos que se la recomendaron al Gobierno; o, simplemente, si llegó a haber tal grupo de expertos. Por supuesto, las consecuencias económicas de paralizar un país durante tanto tiempo tampoco han sido explicadas. Eso sí, algunos medios de comunicación convirtieron una conocida canción en un himno pandémico y fomentaron los aplausos diarios desde los balcones y ventanas como bálsamo, supongo que ante la ausencia de los rayos de sol y las penalidades de nuestros sanitarios, los mismos sanitarios que carecían del material mínimo para realizar con seguridad su labor sin que se pidiera desde esos mismos medios de comunicación salir a ventanas y balcones a protestar por ello.
Por otro lado, esos mismos gobiernos han convertido los impuestos en otro medio más de empobrecimiento del ciudadano y han dejado de ser un mecanismo de redistribución. Sin embargo, antes estábamos convencidos de que lo honesto era pagar esos impuestos para poder contar con unos buenos servicios públicos y poder llevar a cabo una cierta redistribución de la riqueza que acortara las diferencias sociales y paliara las situaciones de necesidad de los menos favorecidos. Por el contrario, en la actualidad algunos estamos en la tentación de pensar que nuestra contribución a las arcas públicas se dilapida en políticas absurdas, que poco o nada benefician a los ciudadanos, y en mantener unas estructuras administrativas desmesuradas y en buena parte ineficaces que van desde las instituciones europeas hasta las administraciones locales, pasando por las autonómicas y provinciales, todas ellas acompañadas de infinidad de organismos semipúblicos en cada nivel que la mayoría no entendemos para qué están. El hecho de que cada vez pagamos más impuestos a la vez que los propios servicios del Estado son cada vez más ineficaces, sin que sepamos el destino de los ingresos estatales, creo que es un buen ejemplo de lo anterior.
Pero, además, el que se hagan reflexiones de este tipo puede dar lugar a que uno sea tachado de antieuropeista, contrario al estado autonómico y, por tanto, centralista, y otros anatemas de este tipo. Pese a ello, creo que a muchos nos gustaría otro tipo de Unión Europea y con otros gobernantes, y ello es tan legítimo como legítimo es que haya quienes defiendan la situación actual. Y también creo que es un derecho desear una España donde un Gobierno central gobierne para todos por igual y en la que los españoles tengamos los mismos derechos y obligaciones, erradicando los privilegios de algunas zonas y haciendo que en todas partes se respete la legalidad. Supongo que muchos pensarán también que es un absurdo que en España se persiga el español en algunas regiones, o que desde algunos centros de poder se ataque el sentimiento común de los españoles o se ponga en cuestión la propia existencia de la nación española, la más vieja de Europa.
Si a esto añadimos que el asesinato como arma política ha demostrado su eficacia si nos atenemos a lo ocurrido con el terrorismo de grupos como ETA, cuyos miembros no solo no cumplen las condenas, sino que actúan directamente en la política española a través de los pactos de sus organizaciones afines con el propio Gobierno de la Nación, la lección para los ciudadanos de ahora y para las generaciones futuras es clara: matar es rentable políticamente, puesto que ya nadie se acuerda de aquellas grandilocuentes expresiones de casi todos los políticos después de cada atentado y con las imágenes de las víctimas todavía en la retina. ¡Pagarán por lo que han hecho! ¡Caerá sobre ellos todo el peso de la Ley! Se pudrirán en la cárcel! Quienes creíamos que eso era cierto hemos sufrido un gran desengaño y hemos perdido la certeza de que el estado de Derecho triunfa siempre sobre la barbarie.
Es más, hemos visto como ni siquiera se ha combatido ni se combate el éxodo de miles de personas de algunas regiones para salvar la vida, como ocurrió en su momento en las provincias vascas, ni la persecución que se sigue sufriendo en otras por cuestiones ideológicas plasmadas en la lengua, como hemos señalado.
Por otro lado, la inseguridad en la integridad física de las personas y de sus bienes se ha convertido también en algo demasiado habitual, rozando simplemente lo irracional. El buenismo con los delicuentes es realmente un ataque a aquellos que cumplen con las leyes y ven como sus derechos son pisoteados por quienes tienen la misión de defenderlos. Eso me recuerda un hecho sucedido en los comienzos de la Guerra Civil española, cuando se liberó a los presos comunes de una cárcel, creo que de la zona de Valencia, supongo que apelando a que eran víctimas del sistema o esperando que se sumaran al ejército republicano, los cuales, una vez libres, se dedicaron a cometer todo tipo de delitos y hubo que acabar poco después con el desastre utilizando tropas para reducirlos. En la actualidad los mecanismos son más sencillos y, según la expresión popular, entran por una puerta y salen por la otra, sin llegar a pisar en muchos casos la cárcel, lo que explica algunas noticias sobre la detención de algunos delicuentes habituales que han sido detenidos veinte, treinta o cuarenta veces, pero sin consecuencias. Y estoy seguro de que los jueces que deciden dejarlos en libertad lo que están haciendo es cumplir las leyes, las mismas leyes que hacen y cambian los políticos; luego, podríamos pensar que el problema no son los jueces, sino unas leyes nefastas y los políticos que las hacen. Recientemente ha sido asesinado un niño en una localidad de la provincia de Logroño por un individuo que ya había cometido actos semejantes con anterioridad, pese a lo cual ahora estaba en la calle; creo que es legítimo pensar que el sistema legal es defectuoso cuando permite que individuos de este tipo estén de nuevo en la calle después de pasar períodos relativamente cortos en la cárcel por sus crímenes anteriores.
Es otra certeza más de las que hemos perdido, la de que el que la hace la paga.
En otro orden de cosas, todos sabemos que hay, ha habido y habrá personas cuyas preferencias sexuales se manifiestan en un determinado sentido al margen de su género sexual. Pero, la mayoría de los ciudadanos estábamos convencidos de que el sexo de los individuos venía determinado fundamentalmente por la biología y no por la ideología de quienes gobiernan en cada momento. Muchos pensábamos que la sexualidad de las personas era una cuestión privada e íntima de cada uno y que el derecho a ejercerla tenía únicamente como límite el respeto a los derechos de los demás. Y estábamos convencidos de ello sin que viéramos la necesidad de hacer catalogaciones de sexos o condiciones sexuales, que creo que no entienden ni quienes las hacen, o proclamar orgullos diferenciadores de determinadas opciones sexuales. Según algunos, también en esto estábamos equivocados y, si nos empeñamos en seguir pensando así, es que somos unos retrógrados. Y ello sin contar que se habla mucho de la igualdad de hombres y mujeres, pero da la impresión de que se legisla en contra del varón, hasta el punto de que se hacen leyes que dejan indefenso al hombre ante el simple testimonio de maltrato por parte de una mujer: antes se decía que uno era inocente mientras no se demostrara su culpabilidad, ahora parece que eres tú el que tienes que demostrar tu inocencia, siendo considerado culpable mientras tanto. Se habla incluso de violencia de género, pero sólo cuando el hombre es el violento, nunca cuando esa violencia la ejerce la mujer, y creo que este tipo de casos son también numerosos, pero tampoco aquí las cifras parecen ser transparentes, hasta el punto de que algunos podrían pensar que se ocultan deliberadamente los datos reales sobre la violencia y sobre quiénes la ejercen. Es curioso también ver como en un determinado grupo de televisión, después de dar la información sobre un suceso de violencia, si la víctima es una mujer, se añade un mensaje a cargo de presentadores conocidos de la casa que nos hablan de que contra el maltrato, tolerancia cero. Y creo que nadie puede estar en desacuerdo con ello, pero, a la vez, a algunos nos sorprende que no se haga lo mismo cuando las víctimas son niños u hombres y la agresora es una mujer. A mí, al menos, me cuesta entender esta diferencia de trato.
Hay también otras realidades de antes que, o han desaparecido, o simplemente son tan distintas que se hacen difícilmente reconocibles. Hace tiempo, aunque eramos conscientes de que cada uno barría para su propia casa también en la transmisión de noticias, todos le dábamos una alta credibilidad a las informaciones recibidas en los medios de comunicación, especialmente las procedentes de los informativos televisivos. El lo he oído en la tele era casi un certificado de autenticidad. Ahora, a pesar de las cifras de difusión que se publican por cada medio, lo cierto es que son muy numerosos los que simplemente no ven la tele, por citar uno de los medios de comunicación, o han dejado de leer periódicos de cualquier tipo. Y, cuando se habla de alguna cuestión que ha salido en algunos medios, muchos se limitan a criticar la forma de darla que tienen o la diferencia de trato que se da según afecte la noticia a una u otra opción política, terminando en muchos casos la conversación recalcando el descrédito de esos mismos medios. Nunca como ahora ha sido tan grande la distancia entre la opinión pública y la opinión publicada, ni ha habido tanta gente que percibe a los medios de comunicación como algo ajeno al mundo que les rodea, un hecho peligroso y de importantes consecuencias para esos mismos medios si tenemos en cuenta el abanico de posibilidades de acceso a la información que la tecnología da a las personas en la actualidad.
Pero el distanciamiento y la falta de seguridad afecta también a aspectos materiales que uno no hubiera podido imaginar hace poco tiempo. Hasta ahora, uno se compraba un coche por los motivos que fuera, como facilitar sus desplazamientos, necesidades del trabajo o por cuestiones varias. Lo pagaba al vendedor, pagaba sus impuestos con la compra y seguía pagando impuestos y tasas anualmente a la Administración. Esta realidad se basaba en un contrato tácito según el cual, hecho todo lo anterior, podías utilizar tu vehículo libremente. Pero esto también ha cambiado. Seguimos pagando, pero ahora algunas administraciones deciden unilateralmente que no podemos circular con él en una parte importante de la ciudad en la que vivimos, ni podemos acceder a otras ciudades. Pero seguimos pagando porque alguien lo ha decidido así, sin que para ello se aporten datos que justifiquen esa decisión, con el único aval de un ecologismo difuso que vale para todo. Y ello porque somos los más ecologistas del mundo a la vez que compramos productos que se han fabricado en los países más contaminantes del planeta sin que casi nadie proteste, en lo que en realidad es un dumping económico aparte de otro absurdo más, puesto que si nosotros gastamos parte de nuestros recursos en ser tan ecologistas y ellos, no, sus productos serán más baratos que los de nuestras industrias, que no podrán competir y tendrán que cerrar y echar gente a la calle. Pero seguiremos siendo super ecologistas sin que nadie nos haya explicado con datos cuál es la situación actual ni cuáles las medidas a tomar y sus consecuencias. De esta forma, en algo que antes veíamos como una decisión sencilla, tal que es la decisión de comprar un automóvil, ahora se ha convertido en una duda permanente, puesto que no sabemos si lo vamos a poder utilizar, ya que el ecologismo extremista, plasmado en leyes irracionales y no explicadas, nos lo impide. Igualmente los ayuntamientos y las administraciones han convertido al automóvil y a sus dueños en una vergonzosa fuente de ingresos en paralelo a las restricciones para su uso, lo cual es un contrasentido: pagar cada vez más por una herramienta que podemos utilizar cada vez menos. Francamente, para algunos el verdadero ecologismo, que no es un invento de ahora, ya que se estudiaba en algunas carreras hace décadas, poco tiene que ver con lo que vemos ahora.
A la vez que estamos en camino de convertir el ecologismo y otros ismos en las nuevas religiones, cuyas verdades reveladas no se pueden discutir, se intenta canalizar el creciente descontento de los ciudadanos hacia el rechazo a los regímenes dictatoriales, buscando así factores externos en los que centrar nuestro malestar, pero incluso eso se ha convertido en muchos casos en un simple postureo, como dirían algunos jóvenes, tal como se evidencia con el hecho de que la mayor dictadura del mundo y el país más contaminante del planeta, China, no sea objeto de repudio por la comunidad internacional ni por los ciudadanos. Da la impresión de que el rechazo político está modulado según sean regímenes de derechas o de izquierdas y a tenor de su poder económico. Eso ha sido casi siempre así, pero por lo menos debemos tener el valor de reconocer este hecho y ser conscientes de que para pedir reformas y mejoras en los sistemas políticos de otros países deberíamos contar primero con un sistema político propio que sirviera de ejemplo, y es dudoso que lo que existe en algunos países pueda servir de ejemplo a otros.
Por otro lado, el ataque al bienestar de los ciudadanos se está dando de muchas formas. La educación ha entrado en una profunda fase de degradación y ha dejado de ser una herramienta de ascenso social, de conocimiento y de igualdad entre los españoles para convertirse en un medio más de adoctrinamiento por parte de algunos partidos políticos, hasta el punto de que se habla ya de unas Matemáticas de género, algo que, la verdad, creo que no llego a entender muy bien. La sanidad, por su parte, es un pozo sin fondo de frustraciones para quienes trabajan en ella y para aquellos que, más que beneficiarse de su servicio, la sufren, hasta el punto de que hemos pasado de tener uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo a lo que ahora hay y cada uno de nosotros puede ver. Pese a ello, nadie nos explica por qué se ha producido esto ni se entra en el debate de cómo se puede revertir la situación y, al menos, recuperar los niveles anteriores de calidad.
Estamos viendo también la existencia de una inmigración incontrolada, propiciada en ocasiones por las nefastas políticas de algunos gobiernos. Con ello bajan los sueldos de la gente más humilde, que es la que tiene los empleos menos especializados, empeora la prestación de servicios a los ciudadanos, como la educación o la sanidad de la que acabamos de hablar, puesto que en algunos casos ahora hay que atender a cinco millones de personas más que han llegado sin que los presupuestos educativos y sanitarios hayan aumentado en la misma proporción; y crece la delincuencia, tal como parece deducirse de la noticia aparecida en un medio el 6 de marzo de 2023 según la cual el 41 por ciento de los presos en las cárceles de Madrid eran extranjeros, sin que logremos entender tampoco por qué cuando se informa de determinados delitos no se habla de la nacionalidad de quienes los cometen, como si necesitáramos que se nos oculte la realidad y los datos para evitar determinadas conclusiones. Es más, si como ha ocurrido recientemente, un inspector o comisario de policía, no recuerdo bien su grado, señala la relación entre inmigración descontrolada y aumento de la delincuencia, se actúa directamente contra él desde la propia administración, pero sin que sus datos sean rebatidos. Curiosamente, nada se dice de las causas que provocan esa inmigración, entre las que están la existencia, en los países emisores, de gobiernos corruptos y una miseria generalizada provocada por esa misma corrupción; así, hay algún país africano que posee grandes recursos de petróleo, pese a lo cual su población carece de lo más necesario y huye jugándose la vida para poder acceder a un país europeo. Creo que es lógico pensar que la pobreza de esa población está causada directamente por sus gobernantes y ellos son los responsables de sus consecuencias; por el contrario, cuando se escucha a determinada gente parece que la responsabilidad de paliar la pobreza de esa gente es del simple ciudadano normal de un país europeo que sí o sí tiene que ser solidario a la manera en que le dictan y, además, sentirse responsable de las desgracias de los demás, mientras que a los gobernantes de ese país africano que hemos puesto como ejemplo atesoran fortunas incalculables que en buena parte están en bancos extranjeros, construyen palacios fabulosos y gastan en todo menos en mejorar la situación de su pueblo. Y nadie les pide responsabilidades. Y a los que plantean sus dudas sobre esto se les tacha de racistas, xenófobos e insolidarios, entre otras lindezas, con el objetivo de amedrentar a la gente para que, simplemente, no manifieste su opinión y sus preocupaciones en voz alta.
De esta forma, parece observarse en quienes nos rodean un aumento del pesimismo, una crispación en el ámbito social y personal; o, dicho de otro modo, la gente está cada vez más cabreada, aunque en muchos casos no logre todavía analizar las causas de ello. De una manera difusa se ha dejado de creer que quienes nos gobiernan están ahí por su mayor preparación y su decisión de trabajar para el conjunto de la sociedad y, por el contrario, se ha llegado a la conclusión de que la política se ha convertido en una profesión en la que abundan cada vez más los trepas carentes de ideología, cuyo único objetivo es vivir a costa de los demás, mientras que cada vez aparece como más evidente que en los últimos años los niveles de vida han bajado en algunos países y que vivimos peor ahora que hace unos pocos años; nuestros hijos, además, están conociendo un mundo en el que su vida se desarrolla en peores condiciones que las que nosotros conocimos a su edad y que el proceso no ha hecho más que comenzar. Y que viven con menos seguridades y certezas.
Permítanme señalar como antiguamente algunas disposiciones testamentarias comenzaban hablando de la certeza de la muerte. Y esta parece ser de las pocas certezas que nos van quedando, puesto que asistimos a un mundo que se acaba, en parte porque algunos han decidido que así sea, no porque evolucione de forma natural, sin ofrecer un modelo alternativo claro de hacia dónde vamos. Y en la Historia los tiempos de incertidumbre suelen ser periodos de inestabilidad en los que terminaron por desaparecer los mismos grupos dirigentes que los provocaron.
En este sentido, la gente actúa racionalmente cuando cuenta con respuestas claras a los interrogantes que la vida nos plantea y ello es así porque sólo podemos plantearnos el futuro cuando entendemos el presente y nos sentimos identificados con él. Es decir, necesitamos certezas, no sé si unas u otras, pero necesitamos tenerlas y creer en ellas.
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