lunes, 25 de agosto de 2025

ELOGIO DEL RETIRO Y ALEJAMIENTO DEL MUNDANAL RUIDO

             La creciente tendencia a mantenerse al margen de la ajetreada vida social en nuestra época va unida, en mi opinión, a determinados tipos de personalidad, siendo algo que también se agrava con la edad. Históricamente, además, han sido muchos los que, desde los tiempos clásicos, han ponderado la lejanía voluntaria. En línea con ello suele equipararse ese retraimiento con la vida rural frente a las bulliciosas relaciones que se dan en el mundo en las ciudades.

Sin embargo, no todos han visto esta dicotomía con los mismos ojos. Ya en las primeras décadas del siglo XVI fray Antonio de Guevara trató el tema en su Menosprecio de Corte y alabanza de aldea. Este autor, nacido en las Asturias de Santillana hacia 1475 ó 1480, fue cronista del Emperador Carlos V y autor de varias obras, entre ellas la que acabamos de mencionar, que le dieron gran fama; y, al igual que algunos otros autores, apela a citas de los autores griegos y romanos, unas veces tergiversadas y otras simplemente inventadas, para dar mayor énfasis a sus afirmaciones, aspecto que conviene tener en cuenta. Pese a ello, su Menosprecio de Corte… es una obra de lectura recomendada en estos tiempos y de agradable lectura. Y, sobre todo, su percepción de la sociedad de su época es especialmente interesante viniendo de alguien que se había criado en la Corte de los Reyes Católicos, aunque sobre ese mundo Guevara escriba después que fue “a do me crié, crescï y bibí algunos tiempos más acompañado de vicios, que no de cuydados”.

Teniendo en cuenta todo ello, quizás podamos entender mejor algunas de sus afirmaciones, como cuando señala que entre “los cretenses ley fue muy usada y guardada que si algún peregrino viniesse de tierras extrañas a sus tierras propias, no fuese nadie ossado de preguntarse quién era, de dónde era, qué quería ni de dónde venía, so pena que açotasen al que lo preguntava y desterrasen al que lo dixesse. El fin por que los antiguos hicieron estas leyes fue para quitar a los hombres el vicio de la curiosidad, es a saber, el querer saber las vidas ajenas y no hazer caso de las suyas propias, como sea verdad que ninguno tenga su vida tan corregida, que no aya en ella qué enmendar y aun qué castigar.”

Y añade a continuación: “Lo más en que ocupan los hombres el tiempo es en preguntar y pesquisar qué hazen sus vezinos, en qué entienden, de qué viven, con quién tratan, a dó van, a dó entran y aun en qué piensan; porque, no contentos de preguntar, lo presumen de adevinar. Veréis a unos hombres tan determinados, o por mejor dezir, tan desalmados, que juran y perjuran que fulano tiene pendencias con fulana, y que éste quiere mal a aquél y aquél tiene hecha confederación con el otro; y si le conjuran a que diga cómo lo sabe, responde que él saber no lo sabe, mas que de muy cierto lo presume; porque el cielo se puede caer, y que su coraçón a él no le puede engañar.”

Hay que señalar que Guevara no circunscribe este comportamiento al mundo rural, aunque hoy en día la mayoría perciba un mayor control social en las zonas rurales que en el mundo urbano, hasta el punto de que se ha establecido la idea de que el mayor anonimato que se da en las ciudades es sinónimo de libertad personal.

En cualquier caso, la situación actual en esta cuestión es bastante compleja. Si por un lado vemos que las diferencias que existen entre la población rural y la urbana son cada vez menores y los intercambios, incluso diarios, de población son constantes, por otro también percibimos que entre ambos mundos se dan características propias importantes. Así, lo que nos queda de la antigua solidaridad humana entre vecinos es mayor en los pueblos que en las ciudades, a la par que la relación entre las personas es más intensa; a la vez, si bien ese anonimato del que hablábamos permite una mayor libertad de actuación, igualmente es cierto que la soledad, la real y la sentida, es mucho mayor en el mundo urbano que en las pequeñas poblaciones, hasta el punto de que se da la paradoja de sentirse solo a pesar de estar rodeado de una multitud.

La contraposición entre ambos mundos, el rural y el urbano, nos permite, pues, señalar algunos rasgos importantes y ciertas ventajas y desventajas de cada ámbito. Es indudable también que, desde el punto de vista material, en su significado más amplio, en las ciudades nos encontramos con un mejor acceso a bienes y servicios de todo tipo, algo de lo que se carece en los pueblos. Pero también es verdad que los ritmos de vida son más humanos en las pequeñas poblaciones, algo de agradecer a ciertas edades.

De esta diferencia se hablaba ya en el mundo clásico, cuando muchas familias patricias romanas contaban con sus villas como refugio ante los acontecimientos políticos. En el siglo XVII español los arbitristas elogiaban repetidamente el mundo rural, pero su objetivo era bastante prosaico: poner fin al éxodo campesino hacia las ciudades, creándose con ello masas urbanas difícil de controlar y perdiéndose una población campesina que era vital en una sociedad agraria como la del momento.

También la aristocracia inglesa se ha caracterizado por conjugar el tener abierta casa en Londres con sus propiedades rurales donde se sentían y eran verdaderos señores. Incluso la burguesía, siempre tan utilitarista, contó con casas campestres como refugio ante el mundo urbano; y esto fue copiado por los grupos burgueses de pequeñas ciudades, como vemos, por ejemplo, en los casos de los cigarrales toledanos o los cármenes de Granada.

Hoy en día, sin embargo, no creo que el problema sea optar entre la gran ciudad y el pueblo; entre las multitudes urbanas y la soledad del mundo rural. Ni siquiera en decidir entre una utópica vuelta a los orígenes, en línea con la pregunta que se planteaba Lope de Deza en su Gobierno político de agricultura -¿quién podrá decir que no desciende de un labrador?- y las mayores comodidades de la gran ciudad. La cuestión está en estos momentos, en mi opinión, en elegir entre retirarse del mundanal ruido o quedar devorado por él. Las redes sociales han invadido todo, hasta las esferas más íntimas de la vida humana, a la vez que se ha establecido la obligatoriedad del buenismo y la constante simpatía, que no empatía, como elemento fundamental en las relaciones entre los individuos: no solo hay que ser simpático de forma permanente, sino que todo el mundo nos debe caer bien y, además, las opiniones divergentes son peligrosas para la armonía del rebaño.

Por otro lado, el saber se concentra y se sirve convenientemente racionado en sus contenidos a través de esas mismas redes, aunque paradójicamente el nivel de conocimientos previos para entender esos contenidos es cada vez menor, lo que impide también la existencia de un espíritu crítico que nos permita ver la realidad y tomar decisiones racionales.

Puede, por tanto, que sea el momento de elegir entre conservar nuestra humanidad como seres individuales o malvivir como simples granos del montón, sin la capacidad de disfrutar libremente de todo aquello que se sale de la actual normalidad. Volver, por ejemplo, a esos libros en papel y valorar la riqueza que atesora una buena biblioteca, como depositaria del saber humano acumulado durante siglos, siguiendo lo recogido por Páez de Castro en el Memorial que envió a Felipe II sobre la necesidad de una Biblioteca Real: “Entre los Romanos se entiende bien, assi Tulio como por Seneca, que havia muchas Librerias particulares, que eran el descanso de los trabajos, y de la vejez, y ornamento de sus casas en el campo, y en la Ciudad”. Realmente, si perdiéramos el papel y los libros, perderíamos la esencia de la civilización humana tal como se ha ido gestando en los últimos milenios.

Se trata de recuperar el placer de la lectura de un buen libro; de tener tiempo también para pensar, solo pensar, sin hacer nada más, uno de los mejores privilegios que se adquiere con la jubilación. De seguir pensando que hay gente simplemente idiota, aunque sin caer en el pesimismo de que esos idiotas dominarán el mundo. Y de opinar que ciertas cosas están pésimamente hechas o rematadamente mal llevadas a cabo, puesto que algunas personas, simpáticas y buenistas, no merecen ningún reconocimiento y mucho menos aplauso de los demás, cuando su labor es simplemente desastrosa.

Se trata también de alejarnos, en la medida de lo posible, de la dinámica actual, vivamos en la ciudad o en un pueblo, en la que la velocidad de los acontecimientos impide a la mayoría de la gente desarrollar pensamientos autónomos y, aun menos, el poder manifestarlos.

Se trata, pues, de volver a gozar de la conversación de un amigo, de mantener ese espíritu crítico que el antiguo sistema educativo nos inculcó y que nos ha permitido gestionar nuestros fracasos y equivocaciones en la vida, así como los aciertos que hayamos podido tener. De mimar esa biblioteca llena de libros que en buena parte no lograremos leer y a los que miramos con cariño mientras no hacemos nada de provecho o, simplemente, escuchamos música que ya no está de moda.

Para ello no creo que sea necesario en esta época elegir entre campo y ciudad, y mucho menos aceptar acríticamente que to er mundo es güeno.

Es aceptar que vivimos en un mundo imperfecto, tal como también somos los seres humanos, en el que la gran tarea diaria es poder seguir manteniendo a lo Jorge Manrique nuestra lejanía del mundanal ruido.

sábado, 26 de abril de 2025

¿Y AHORA QUÉ?

 

Tal como señalábamos en el artículo anterior, se ha abierto una nueva etapa en las relaciones internacionales y la figura principal es, sin ninguna duda, el Presidente norteamericano Trump. Conviene pues intentar entender al personaje para poder comprender sus actos y la finalidad de los mismos.

Sin duda, Trump es un hombre de éxito que ha sabido triunfar en una sociedad tan competitiva como la norteamericana. Cuenta también con la admiración de millones de personas que han valorado su enfrentamiento con el establishment estadounidense y su victoria sobre el mismo. La visión que se tiene desde fuera por una buena parte de la población occidental es que ha alcanzado la presidencia del país a pesar de tener en contra a la mayoría de los medios de comunicación, de los intelectuales y de los cuadros dirigentes de su propio partido. Esa imagen ha servido para magnificar al político.

Por otro lado, en mi opinión, es alguien que ha sabido conectar con el sentido común de la gente corriente. La cultura woke que se ha intentado imponer por una minoría, autodenominada progresista, en los países occidentales se convirtió en uno de sus enemigos ideológicos. De esa forma, millones de personas vieron en él, y no solo en los Estados Unidos, al hombre que daba voz a su oposición al absurdo de determinadas imposiciones en cuestiones tan intimas como el concepto de familia, las relaciones afectivas o la simple libertad de pensar y dudar.

Se trataba de encontrar a alguien capaz de liderar la lucha en los numerosos frentes ideológicos que el progresismo ha levantado entre los seres humanos. Y Trump ha encarnado, al menos aparentemente, ese liderazgo y con ello se ha ganado el apoyo de quienes se negaban a aceptar pasivamente el absurdo de muchas de las imposiciones progresistas.

Algunas, además, son especialmente sangrantes para el ciudadano común; es decir, para las personas que aún mantienen en su vida los principios de la tradición humanista. Que alguien pueda cambiar de sexo con una simple decisión oral y que ello conlleve la obligación para los demás de aceptarlo sin discusión o, peor aún, que ello se traduzca, por ejemplo, en que tu hija comparta el baño y una cierta intimidad con un hombre, que biológicamente sigue como tal, por el simple hecho de que se ha declarado públicamente como mujer, es un sinsentido. Y recordemos que los sinsentidos lo son porque van contra la razón.

Que haya que aceptar como verdad absoluta, como un hecho de fe que no se puede discutir, la gravedad del cambio climático como un fenómeno provocado por los seres humanos en los últimos años, negando así la evidencia de los cambios en el clima como una constante histórica, o más bien, como una característica del propio clima.

Es cierto, en mi humilde opinión, que el hombre puede influir en la evolución del clima; pero es difícil creer que el hombre haya provocado o esté provocando los grandes cambios climáticos, puesto que estos se han producido incluso cuando la presencia del ser humano no existía o era insignificante. Y sí uno está equivocado, se debe demostrar desde el debate científico, nunca desde la imposición ideológica, puesto que equiparar ciencia e ideología es otro absurdo más de los muchos que se están dando en los últimos tiempos. Pero esa es otra cuestión.

Lo importante en estos momentos es intentar comprender lo que está ocurriendo.

Como decíamos, el principal actor en la actualidad de la política internacional es el Presidente norteamericano Trump. Con él las relaciones entre los países parecen haberse convertido en simples negociaciones empresariales. Se plantea la compra imperiosa de Groenlandia como si fuera una empresa más que completaría el holding estadounidense. Se informa de aranceles a las importaciones de otros países, de forma unilateral, cuya cuantía varía de un día para otro sin ninguna lógica aparente más allá de la técnica de exigencias máximas que algunos utilizan como método de negociación en las relaciones empresariales. Se humilla, incluso, a algunos líderes nacionales sin tener en cuenta que la imagen que se envía al mundo con ello es especialmente negativa para quienes realizan este tipo de actuaciones, hasta el punto de que, en mi opinión, provoca el cambio de la visión que millones de personas tenían de los protagonistas, por muy poderosos que en esos momentos pudieran sentirse.

En este sentido, algunos habíamos leído con especial atención unos días antes el discurso dado por el Vicepresidente norteamericano James D. Vance en su periplo europeo y pensamos que estábamos no solo ante un joven político conservador prometedor, sino también ante un intelectual con una alta capacidad de analizar los males y sus causas. Su defensa de la civilización occidental estaba implícita en cada una de sus palabras y mostraba a la vez el orgullo por el papel desarrollado por la misma a lo largo de los siglos. Pero toda esta imagen se oscureció en parte cuando vimos su papel y su comportamiento en la reunión entre los miembros del Gobierno de Trump, entre los que se encontraba, y el Presidente ucraniano Volodomir Zelensky. El acoso y la prepotencia de algunos con el ucraniano en aquella reunión retrasmitida provocó, sin duda, en millones de personas un verdadero bochorno. Y creo que los que más abochornados se sienten son aquellos que confían en que es posible volver a una política fuera de los clichés irracionales del progresismo vacuo y de los exabruptos de un conservadurismo mal entendido.

Es cierto, y muchos medios de comunicación son un buen ejemplo de ello, que la imagen que se da de los políticos norteamericanos está bastante distorsionada y es prueba más de algunas concepciones ideológicas previas, en línea con el progresismo derrotado, que de un análisis racional de los hechos. Pero también es cierto que algunas declaraciones y actuaciones facilitan la crítica fácil y evitan el análisis racional.

Es innegable, sin embargo, que el histrionismo de la política norteamericana actual ha sacado a la luz numerosas contradicciones de la política internacional y eso es, sin duda, positivo para el futuro. Es verdad también que en Europa no contamos en estos momentos con casi ningún político con la altura suficiente como para que podamos hablar de la existencia de líderes. Al contrario, se suceden los ataques a la vida de los ciudadanos en nombre, no de ideas, sino de eslóganes, a la vez que se toman decisiones absurdas, como la de regalar a otra potencia nuestra industria automovilística, puntera y desarrollada durante décadas, a cambio de contar con automóviles extranjeros fabricados con una mano de obra barata, por sus propias condiciones de trabajo, entre otras cosas, a los que se premia normativamente en su venta, sin dar tiempo a desarrollar una vía propia de electrificación de la automoción europea. Bueno, sólo estamos hablando de una actividad económica que supone la existencia de millones de puestos de trabajo y, según algunos, el diez por ciento del PIB de la Unión Europea. Pero seguro que los sesudos políticos que han tomado esta decisión saben lo que hacen, aunque muchos no entendemos la mayoría de cosas que hacen.

Igualmente, se prescinde de la energía nuclear de forma abrupta, sin contar con energías que la suplan, con lo que aumentan los costos energéticos para las empresas, el precio de la energía para los consumidores y los problemas de abastecimiento en general, supeditándonos a las importaciones de productos energéticos y a las políticas en esta área del resto de países que únicamente miran sus propios intereses: si los europeos dejamos de producir determinadas cosas por regulaciones normativas difíciles de entender o por el encarecimiento de la producción energética, esos productos serán fabricados en otros países; la consecuencia es que nosotros tendremos que comprar fuera ahora lo que antes producíamos, con lo que ello supone para nuestra mano de obra y nuestras economías. Si no me equivoco, y pienso que no, esos productos que ahora tenemos que comprar se fabrican en países que cuentan con centrales nucleares y queman carbón y petróleo, por lo que Europa contamina menos, pero la contaminación aumenta en los nuevos lugares de producción, y esa contaminación me afecta a mi como europeo, pues el clima es global. O es que ahora lo único no global de la economía global es la contaminación.

Algunos pueden preguntarse ante este panorama: Bueno, ¿y qué hacemos entonces? No lo sé, pero lo que sí sé es que esta situación es insostenible de mantener y poco ecológica, la verdad, pues cambiamos la contaminación propia, que era menor, por la de otros, que no se ponen ningún límite.

¿Y ahora qué? Pues creo que lo más importante es pararse a pensar. Las nuevas relaciones internacionales son las que son y habrá que actuar en consecuencia, pero sin caricaturizar al contrario, puesto que ello nos impide entender su lógica, incluso aunque aparentemente se trate de una lógica empresarial y no política, algo que es poco probable, ya que no se trata de la política de una persona o de un gobierno, sino de la política de un país que sigue su propia lógica histórica.

Habrá que pensar también en nuestra propia política de los últimos años en los países europeos y en la misma Unión Europea, donde la unanimidad de populares y socialistas no parece ser señal de estar en la vía correcta, sino que está resultando ser la prueba de la falta de debate y de análisis, o lo que es peor, de la inexistencia de verdaderos líderes con alternativas políticas coherentes.

Y todo ello en un mundo con una nueva potencia económica cuyas ambiciones no parecen tener límite, algo que en sí mismo no es ni malo ni bueno, sino una constante histórica de las grandes potencias. El que se cambie el liderazgo mundial de una potencia por otra es lo que ahora se está dilucidando. Y ambas tienen a Europa como parte de su tablero. Y ninguna de ellas va a permitir que Rusia se engrandezca a costa de Europa; por el contrario, el expansionismo ruso es la mejor arma para neutralizar a Europa en un primer momento y balcanizarla políticamente, porque eso es lo que les conviene a ambas, ya que el verdadero premio no es el dominio de Europa, sino de África e Iberoamérica, sobre todo.

Pero eso sí, los europeos somos los más ecológicos; los más antimilitaristas… Y todavía estamos discutiendo, después de tres años oficiales de guerra, y más de diez de la invasión rusa de Crimea, si debemos ayudar de verdad a Ucrania, sin saber que el futuro de Europa y su libertad, no frente a Rusia, sino frente a las grandes potencias, se está dirimiendo en ese conflicto y en el tipo de economía que debemos tener para enfrentarlo.

Y eso porque hay muchos que están en despachos donde se manda mucho que siguen sin saber que el poder político, y también militar, solo es posible si se tiene detrás una economía fuerte; y viceversa: una economía importante únicamente se da en aquellas unidades políticas con peso internacional.

 

viernes, 7 de marzo de 2025

¿Qué está pasando?

 

Una parte importante de la población nació y vivió muchos años de su vida durante el período de la Guerra Fría. Este periodo fue definido por un diplomático norteamericano de una forma especialmente acertada: La guerra, improbable. La paz, imposible. Se trataba de dos mundos opuestos: el Bloque Occidental y el Bloque Comunista. Todos los países del mundo entraban de una forma u otra en esta división, aunque el grado de protagonismo fuera diverso y se dieran, incluso, naciones que jugaban a una equidistancia impostada e imposible.

El mundo occidental se basaba en el respeto a los derechos individuales, algo no muy logrado en demasiadas ocasiones, la búsqueda de modelos democráticos en sus organizaciones políticas y en el liberalismo económico como sistema económico. Las variantes aquí también eran numerosas y se traducían en diferencias notables entre los países que integraban este bloque. En Europa, y en algunos territorios directamente relacionados con nuestro continente, se perseguía el objetivo de crear un estado del bienestar, cuya evidencia más significativa era la existencia de sistemas de seguridad social que iban más allá del derecho a una pensión después de finalizar la vida laboral: la educación, la sanidad, la protección de los más desfavorecidos…, todo ello formaba parte de ese objetivo a alcanzar por parte de los gobiernos. Se contaba para ello con toda la experiencia acumulada en estos ámbitos a lo largo de más de cien años, desde los modelos establecidos por Bismarck y los conservadores españoles hasta los grandes logros sociales alcanzados en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, aunque la socialdemocracia europea intentara aparecer como la única artífice de esos sistemas de bienestar ante los electores de sus países.

El desarrollo económico mantenido a lo largo de todo el siglo XX, sólo interrumpido por las crisis cíclicas que parecen formar parte de la evolución económica, facilitó, en términos generales, la consecución de esa sociedad del bienestar.

El mundo comunista, por su parte, evolucionó tal como cualquier observador independiente podía prever: un desarrollo económico mucho más bajo que se tradujo en un reparto igualitario de la miseria. A la vez, sus modelos políticos se basaron en la imposición de dictaduras totalitarias en las que había desaparecido la libertad del ser humano y su capacidad de crear e innovar. Se puede ser comunista o partidario del entonces denominado socialismo real o del resto de idearios aparecidos en el mundo occidental con la única finalidad de blanquear y edulcorar la realidad del mundo comunista; pero lo que no se podía negar era la pobreza, todo lo igualitaria que se quiera, pero pobreza al fin y al cabo que existía en el bloque comunista, así como la falta de libertades individuales, incluidas las políticas, que padecía la población de estos países. Hay que recordar que el muro de Berlín fue levantado por los comunistas alemanes, no para que no entraran los de fuera, sino para que no huyeran los de dentro.

Estábamos, pues, ante dos mundos distintos y opuestos. Ante un sistema bipolar que se mantuvo en un cierto equilibrio durante décadas. Las únicas salidas posibles que dictaban la lógica eran la guerra o el colapso de uno de los bloques. La guerra directa entre ambos bloques hubiera supuesto la aniquilación mutua, dado el armamento nuclear con el que contaban, por lo que se optó por los enfrentamientos bélicos indirectos: ambos bloques dirimían sus diferencias militarmente a través de guerras localizadas en determinadas zonas del planeta que terminaban basculando, según correspondiera la victoria en cada caso, hacia un bando u otro, pero sin que los cambios en el tablero fueran demasiado significativos.

Finalmente, el colapso de uno de los bloques fue lo que terminó por imponerse. El mundo del socialismo real quebró y se derrumbó, no por un ataque militar directo del contrario, sino porque en su interior llevaba el germen de su propio derrumbe: un sistema totalitario como el existente entonces sólo podía sobrevivir mediante la victoria militar sobre el contrario o con la anexión de nuevos territorios. Finalizadas las grandes conquistas soviéticas que siguieron a la caída del nazismo en Europa, traducidas en la anexión a la URSS de toda la Europa del Este, solamente quedaba la posibilidad de nuevos territorios en África, Hispanoamérica o Asia, y esas nuevas adquisiciones eran demasiado costosas o su control era problemático, debido a la distancia respecto a los centros de poder rusos, las diferencias de civilización y la oposición activa del mundo occidental que alimentaba la lucha contra el dominio comunista también con intervenciones, directas o indirectas, de carácter militar.

Así, cerrada en las últimas décadas del siglo XX la posibilidad del expansionismo militar, el bloque socialista se derrumbó.

Pero también se derrumbó con él la lógica del sistema anterior de contrapoderes entre ambos bloques. Es cierto que su caída supuso la libertad para millones de ciudadanos de esos países, pero sus antiguas naciones quedaron en cierta forma inermes ante un mundo en el que habían desaparecido las antiguas estructuras políticas, sociales y económicas, imponiéndose un nuevo sistema de valores. Todo ello sin el cobijo de un orden mundial claro. Desaparecido uno de los bloques, la potencia líder del otro, los Estados Unidos, tendió a actuar de forma unilateral y con una política exterior, cuanto menos, errática. El resto de países occidentales, sin la existencia de un peligro exterior claro, hizo prácticamente lo mismo.

Del antiguo imperio soviético se fueron desgajando, sin ninguna lógica histórica en algunos casos, nuevas naciones y nuevos conflictos que también fueron la consecuencia directa de las irracionales políticas territoriales llevadas a cabo por la URSS desde la época de Stalin. Ni la nueva Rusia fue capaz de acabar con el proceso ni Occidente le facilitó la tarea, ya que el único peligro tangible parecía ser el peligro nuclear que suponía la división territorial del antiguo arsenal soviético.

Fueron años de caos en los que el peligro nuclear parece haber sido mayor que en los años de la propia Guerra Fría.

Y solucionado este problema inmediato, el caos se mantuvo, aunque la tensión se trasladara ahora al ámbito económico donde China aparecía como la gran enemiga de los Estados Unidos y de sus aliados occidentales. Una China, por cierto, cuyo nuevo potencial económico ha sido realmente creado por los mismos países occidentales que pusieron en sus manos la tecnología y la producción de una buena parte de la economía europea y occidental en aras del máximo beneficio que suponía la baratura, con las horrorosas condiciones laborales del capitalismo decimonónico, de la mano de obra del país y los futuros beneficios también de su inmensa población de posibles consumidores.

Todo un logro de los sesudos asesores políticos de los gobiernos occidentales: han convertido en una potencia económica al único país importante que mantiene intacto un sistema político totalitario de tipo comunista. Y China, que conoce muy bien la historia mundial de los dos últimos siglos y que cuenta con toda una tradición imperial y expansionista, ha sabido traducir ese nuevo poder económico en una herramienta de poder mundial. Los siguientes pasos serán, sin lugar a dudas, su transformación en potencia militar, proceso que está siguiendo a pasos agigantados, lo que le permitirá llevar a cabo una política expansionista por otras vías, además de la económica. Y volvemos a la idea base ya expuesta: la única salida de un sistema totalitario es la victoria militar y las anexiones territoriales. Y que cada cual saque sus conclusiones.

Y en esto llegó la victoria presidencial del señor Trump, quien está, al menos aparentemente, centrando su política en el mantenimiento del poderío estadounidense y el peligro para el mismo de la política china. Pero llevar a cabo una política mundial para responder a la nueva situación política, sin tener en cuenta las causas que nos han traído hasta aquí, parece más una partida de damas que una partida de ajedrez: el cambio de aliados o la búsqueda inmediata de ventajas económicas no asegura la victoria, la aleja. Sin peones no se puede jugar al ajedrez y sin soldados no se gana una guerra y mucho menos se asegura el dominio territorial. Pero esto seguro que será motivo de nuevas y humildes reflexiones de quien ve lo que pasa, pero entiende poco lo que está pasando.