sábado, 12 de octubre de 2024

“Españólamente”

 

Desde hace unos cuantos años ha terminado por imponerse el incomprensible término de latinoamericano en sustitución de iberoamericano o, según el contexto, hispanoamericano. Durante mis años de docencia siempre he utilizado en mis clases, y también en mi vida corriente, los términos, mucho más correctos, de iberoamericano e hispanoamericano, según estuviera hablando de la América hispana o de los territorios americanos en su conjunto que fueron colonizados por españoles y portugueses.

En estos tiempos, además, ha llegado a la presidencia de Méjico, uno de los grandes países hispanoamericanos, donde siempre ha imperado, en mi opinión, el orgullo por su ascendencia hispánica frente a los intentos de colonización cultural de su poderosos vecino del norte, una presidente, de pasado terrorista, según algunas fuentes, que ha resultado ser continuadora de la absurda actitud de su predecesor en sus relaciones con España.

Pero es lo que tiene la ignorancia y, sobre todo, el falseamiento de la Historia como arma de dominio político. Que los descendientes de españoles abominen de la presencia hispánica en estos territorios es, no sólo un contrasentido, sino un despropósito. Uno se pregunta si, sacando las conclusiones lógicas, terminarán por abandonar esas tierras dejándoselas a los descendientes de los antiguos indígenas. Sería lo coherente, especialmente porque en las tierras hispanoamericanas sí hay descendientes de los antiguos indígenas, algo que no ocurre en las tierras colonizadas por los anglosajones, donde las tribus indias fueron exterminadas. Por otro lado, con esa salida de la población blanca, descendiente de españoles, en estos países, se pondría fin a la explotación de la población indígena que se desarrolló de forma sistemática a partir de las independencias hispanoamericanas. Dicha explotación por parte de las élites blancas está en el origen del atraso de estos territorios en los dos últimos siglos y en la creación de una nueva visión histórica que eliminara la acción protectora de España del mundo indígena frente a los abusos de los criollos en el recuerdo colectivo, sustituyendo la antigua realidad por una visión de explotación de España sobre estos territorios que sirviera de justificación al subdesarrollo generado por las nuevas élites criollas y sus gobiernos independentistas. Crearon así un nuevo nacionalismo, con un enemigo externo que era la España colonizadora, a la vez que negaban el hecho de que la mayoría de las clases bajas, indígenas y mestizos incluidos, habían luchado a favor de España en los procesos independentistas, los cuales triunfaron gracias a la ayuda de potencias como Inglaterra y a la debilidad de una España que acababa de salir de su Guerra de la Independencia frente a Napoleón.

La pérdida del Imperio español abrió estos territorios a la explotación neocolonial de otros países, como Francia o Inglaterra, entre otras naciones europeas, o los mismos Estados Unidos, que veían así la posibilidad de extenderse territorialmente, caso de las tierras mejicanas, o económicamente en las nuevas naciones hispanoamericanas.

Este proceso de negación de la Historia de estos territorios en los tres siglos anteriores contó con muchas herramientas, entre ellas la labor de algunos intelectuales europeos que veían abierta la posibilidad de reescribir la Historia de la actuación de sus propios países frente a España en la Edad Moderna. Entre esas herramientas está el control del vocabulario: es una evidencia, especialmente para quienes conocemos el tremendo poder de los medios de comunicación actuales, que se pueden conformar nuevas realidades manejando las palabras y dotándolas de nuevo significado, de lo cual tenemos abundantes ejemplos ahora.

El término latinoamericano, en sustitución de hispanoamericano o iberoamericano, según los casos, es otro ejemplo más de esa sustitución de la Historia de aquellas tierras por una nueva visión más acorde con los intereses de las nuevas élites y de algunas potencias europeas en la época contemporánea. Sobre todo ello creo que se podría escribir largo y tendido, pero yo no podría hacerlo nunca con el estilo y la perfección en la exposición que he encontrado en este trabajo publicado en el Congreso de Historia y Geografía Hispano-Americanas, celebrado en Sevilla en abril de 1914. Es por ello que he preferido tomar de sus Actas y Memorias, publicadas en Madrid en 1914, hace ya más de cien años, uno de los trabajos que se incluyeron.

 He de decir que me ha fascinado su lectura y espero que a todos aquellos que ahora lo lean les ocurra algo parecido. El texto lo he reproducido tal cual, incluyendo el uso de algunas conjunciones y preposiciones con tilde, tal como entonces se escribía; o el uso de la palabra españólamente, que no existe, al menos actualmente, en nuestro diccionario, pero que me parece un término entrañable.

 

SOBRE LA DENOMINACIÓN DE "LATINA,,

APLICADA Á LA AMÉRICA ESPAÑOLA

POR

DON RAMÓN DE MANJARRÉS PÉREZ DE JUNGUITU

Hace algún tiempo se vienen empleando las denominaciones «América latina», «Repúblicas latino-americanas», en sustitución de «América española», «Repúblicas hispano-americanas». ¿Quién es el autor de estas nuevas expresiones tan injustamente afortunadas? ¿De qué país han salido para invadirnos? ¿A qué obedece el empeño en propagarlas? No es nuestro propósito averiguarlo. Pero haremos constar que los franceses las adoptan con rara unanimidad y fervor. En España, la invasión empezó por Barcelona, donde rápidamente se extendió en artículos, en geografías, en portfolios, en memorias comerciales; bien pronto hemos imitado el ejemplo en toda España, con esa facilidad que parece ser privativa de nuestro carácter para todo lo que significa dejación y abandono. Ya han aparecido estas denominaciones en documentos oficiales, y su brillante carrera aseméjase en todo á la del arrivista (sic) huero y encumbrado.

Se dirá tal vez que no son inexactas, que reparar en su mayor ó menor propiedad es una minucia. Importa declarar su trascendencia. Lejos de ser cierta la expresión francesa le nom ne fait ríen á la chose, el nombre hace tanto á la cosa, que la variación de aquél puede costar la vida á ésta.

Científicamente no se puede admitir la denominación de América latina por falsa política, españolámente no se puede admitir porque nos perjudica.

Hubiese, no ya una unidad antropológica ó bien étnica á quien poder llamar raza latina; hubiese siquiera un grupo geográfico, y aun así, la propia conveniencia nos aconsejaría no admitir ese concepto «América latina». Pero felizmente están de acuerdo nuestra conveniencia y las enseñanzas histórico-geográficas, y se puede decir que nos hallamos en presencia de una de las manifestaciones abusivas que se vienen haciendo de la idea del latinismo. Aun tomando la zarandeada palabra raza en su restringida acepción histórico-geográfica, es ya sabido que ese concepto del latinismo, desalojado de los trabajos científicos, se ha refugiado en clase de tópico en artículos políticos y literarios. Y también—cosa notable— cuando todas las antiguas clasificaciones etnográficas, cuando todas las hipótesis acerca de los orígenes de los pueblos modernos vacilan y se tambalean á impulsos de nuevos estudios, esa clásica sombra de la raza latina sigue incólume deslizándose en nuestros libros de enseñanza.

Si, pues, naciones latinas no significa otra cosa que naciones que han sufrido más ó menos la influencia de Roma y que hablan lenguas romanas; si nosotros, españoles, amasados por muchos grupos étnicos, tenemos sólo eso de latinos, ¿qué valor puede tener la frase «América latina»?

Puede objetarse que hay en América países á que legítimamente toca el calificativo de latinos, admitido que sea el latinismo, ya que su origen es portugués ó francés. Pero Méjico, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Salvador, Santo Domingo, Cuba, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Venezuela, La Argentina, Paraguay, Uruguay (preciso es nombrarlos todos), proceden exclusivamente de España: son la América española, poblada por hijos españoles, y no hay para qué llamarlos de otra manera. Si se cuenta con el Brasil, llamemos en hora buena á ese conjunto América ibera; Repúblicas ibero-americanas. ¿Cuál es entonces la América latina? ¿Será la Luisiana que fué francesa? Pero la Luisiana es un Estado de la Unión, y, en último caso, si nos interesa su recuerdo, es porqué también fué española; por la misma razón que nos hace grato el recuerdo de la Florida y el de California y el de Nuevo Méjico. ¿Será esa América latina el Canadá francés, hoy del dominio británico? ¿Qué nos importa eso?

¿Será que la extraordinaria inmigración italiana pueda aducirse para considerar á la República Argentina país americano latino? Pues en ese caso, Chile pudiera llamarse República germano-americana.

Nosotros cantamos las dulzuras del latinismo y los franceses jamás lo invocan respecto de nosotros, á no ser que motivos especialísimos les muevan á halagarnos transitoriamente; pero tratándose de América, lo invocan de modo sistemático.

Dejémonos, pues, de latinismos, digamos raza española y proclamemos de una vez y para entendernos, que cuando esto decimos dirigiéndonos á los americanos, no damos á la palabra «raza» el valor científico que en este caso no puede tener, sino el afectivo, el sentimental, el que expresa la unión de todos los que amamos en español aquende el eterno Pirineo y allende los mares, y formamos una suma de quebrados de distintos numeradores, pero de un común denominador.

No nos conviene decir «América latina», porque el latinismo, que no existe ni en la Geografía, ni en la Historia, ni en los intereses, ni en las simpatías, ni en el genio, ni en las aspiraciones, no es más que una de tantas seductoras concepciones francesas, inventada para arrogarse el papel de baluarte de la graciosa cultura antigua contra el germanismo, y que ahora se viste con brillante ropaje y se hace género de exportación para atajar al hispanismo naciente. No conviene, porque basta que Francia se haya adjudicado la misión de hermana mayor latina, que en justicia le correspondería á Italia (á Italia gala, etrusca y griega), y basta que haya inventado eso de América latina en vez de América española, para que le hagan coro los que hasta inconscientemente huyen de pronunciar el nombre de España, sin perjuicio de aprovechar su nombre, y para que ingresemos en el coro todos los españoles.

Imaginemos, por un instante, que Francia hubiese descubierto, poblado y regido todas las naciones hispano-americanas: hoy se llamarían franco-americanas, y, ¡ay de nosotros si nos atreviésemos á sacar á colación el desdichado latinismo! ¡Fueran de ver la indignación y el desdén!

¿Y por qué al Canadá francés no le llaman Canadá latino?

Pues ténganlo presente los que duden de la trascendencia de esos cambios de nombre. Cuando los hispano-americanos no usen más que ese sobrenombre de latinos, entonces todos seremos iguales ante la sangre y la Historia: españoles, franceses é italianos. Los franceses se ampararán del latinismo para captarnos la amistad americana, para atajar el avance de nuestro idioma, para seguir funcionando de señuelo brillante; los italianos cobijarán debajo del latinismo su inmigración. Y nosotros, eternos inocentes, perpetuos Quijotes (aunque ahora en su etapa desengañada, bucólica y pastoril), ajenos siempre á toda astucia, quedaremos, como de costumbre, burlados, y después de haber hecho entrar á medio planeta en el cauce de la Historia, pasaremos por el trance de ver, mientras en el dulce caramillo cantamos endechas de confraternidad latina, cómo se pierde nuestro nombre, cómo se expulsa nuestro idioma, cómo se extingue nuestro recuerdo, único fin al que van derechos estos latinismos.

Tengo, pues, el honor de proponer al respetable Congreso se sirva adoptar las siguientes conclusiones:

Declarar que la Historia, la Geografía y la política nos imponen usar las denominaciones de América española ó ibérica, Repúblicas hispano ó ibero-americanas, según se excluya ó no al Brasil.

—Solicitar del Gobierno de S. M. use y mande usar estas denominaciones en toda clase de documentos oficiales.

—Invitar á todos los escritores, maestros, catedráticos, hombres de ciencia y corporaciones nacionales á que por patriotismo hagan lo mismo, para evitar la enorme, la imperdonable abdicación que envuelven las frases «América latina» y «Repúblicas latino-americanas».

Sevilla, Febrero 1914.

miércoles, 21 de agosto de 2024

La larga sombra de la nada

 

Verano de 2024. Creo que será un momento para recordar en los años venideros. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) terminó, por fin, su proceso de mutación y ha alcanzado triunfalmente su más codiciada meta: la nada.

Esta organización política dejó de ser socialista tras su derrota en la Guerra Civil española, puesto que era, no difícil, sino imposible presentarse ante las naciones democráticas con los mismos ropajes revolucionarios que mantuvo en los años treinta, cuando quería convertir a España en una república soviética, tal como proclamaban sonoramente líderes del PSOE como Largo Caballero, el Lenin español. Ese abandono del socialismo revolucionario se consumó definitivamente con Felipe González, quien dotó al partido de una nueva imagen democrática, en la línea de la mantenida por otros países de la Europa occidental.

El adjetivo de Obrero realmente nunca tuvo demasiada importancia, tal como ocurre en la mayoría de los partidos de este tipo, en los que el obrerismo es simplemente un tipo de retórica populista que no se corresponde con la extracción de sus líderes ni con sus políticas cuando están en el poder. Aunque hay que reconocer que esto es algo común a los demás partidos socialistas europeos que han existido en nuestro continente en el último siglo: nadie diría que el partido socialista -o socialdemócrata alemán- o el francés o el italiano, son partidos de la clase obrera. Y creo que nadie con una cierta dosis de objetividad podría decirlo tampoco del partido socialista en nuestro país. Posiblemente ello no solo haya sido culpa de este tipo de organizaciones políticas, sino también de la ausencia de ideas propias que defender, lo que los ha llevado a apropiarse de forma acrítica de los postulados feministas y ecologistas, entre otros. Y también porque es difícil dirigirse a una clase obrera que, si nos atenemos a los esquemas del primer tercio del siglo XX, ya no existe, sino que, por el contrario, la mayoría de la población de las sociedades occidentales se ha aburguesado, en el sentido más extenso del término.

La desaparición de la tercera de las adscripciones del PSOE es la que provoca una mayor perplejidad, puesto que, para muchísimos españoles, incluyendo entre ellos a muchos que se autodefinen como de izquierdas, este partido ha dejado de ser Español. Y ello es verdaderamente sorprendente, puesto que un partido que aspira a gobernar España está actuando metódicamente para destruir la nación que debería gobernar.

Volver a los particularismos medievales no sólo es negar los cinco últimos siglos de Historia de España, incluyendo la España liberal de las dos centurias precedentes, sino que rompe algunos de los principios básicos que rigen los sistemas políticos occidentales, como son, entre otros, la idea de la soberanía nacional o el principio de la igualdad entre sus habitantes. Es algo verdaderamente inaudito en pleno siglo XXI.

Es cierto que la ignorancia de la propia Historia de España que padecen muchos de nuestros ciudadanos, gracias a un sistema educativo progresista que ha idiotizado a muchos, y la manipulación de algunos medios de comunicación que ya han sacado a pasear conceptos como federalismo o, yendo más allá, confederalismo, llevarán a algunos a asumir este nuevo cantonalismo. Pero la inmensa mayoría de la población es poco probable que acepte resignadamente que le roben su bienestar y su futuro.

Es cierto también que los grandes grupos de comunicación españoles son en parte propiedad de extranjeros a los cuales les importa más la cuenta de resultados que el futuro de España como nación. Sí, todo ello es cierto; como también es real la ausencia en algunos medios de una verdadera e independiente política de información. Se puede discutir sobre ello y se pueden analizar los matices. Estoy seguro de que a lo mejor la situación en estos aspectos no es tan grave; o a lo mejor es aún peor. Pero también estoy seguro de que la gente es bastante más inteligente de lo que piensan nuestros gobernantes, y nunca van a admitir que las ruedas de molino sean en realidad blancas y necesarias aspirinas para nuestros males políticos.

Esto es tan evidente, que algunos políticos socialistas, pocos, están señalando ya el peligro de que su partido sufra una verdadera hecatombe en las próximas elecciones. En realidad, el proceso de decadencia del PSOE viene de lejos y se ha ido agudizando con los años. Políticos como Rodríguez Zapatero o Pedro Sánchez son sobre todo un síntoma del proceso de descomposición del partido, tal como han visto claramente otros socialistas ahora marginados, como Nicolás Redondo, Felipe González o el propio Alfonso Guerra, por poner sólo algunos ejemplos.

En este sentido, en estos últimos tiempos es clarificador cómo son ya pocos los que se definen públicamente como progresistas. E igualmente se está dando también una deserción entre la gente común de antiguos socialistas que ahora se definen como asqueados de la política o que en otros casos han pasado a militar activamente en partidos de derechas, algo que yo he visto en varios antiguos alumnos que ahora superan los cuarenta años y que han cambiado su adscripción política después de un verdadero proceso de autocrítica.

Nada que ver, por tanto, con esa España de izquierdas que estaba en plena ebullición en los años ochenta y primeros años de los noventa. La desaparición biológica por su edad de una parte de la población que ha seguido votando al PSOE a pesar de todo, parece que no se compensará con la aparición en la escena política de las nuevas generaciones. Seguro que algunos malpensados dirán que eso explica las ideas lanzadas desde determinados ámbitos de la izquierda pidiendo que se rebaje la edad para votar a los dieciséis años o se dé el derecho de voto en las generales directamente a los inmigrantes, como una forma de captar nuevos votos que palíen esas pérdidas.

Para algunos, incluso, esa mutación del PSOE ha supuesto también la desaparición de su condición de partido para convertirse en otro tipo de organización. El que el Tribunal Constitucional, con mayoría de miembros progresistas, gracias al acuerdo alcanzado por el Partido Popular, en la época del señor Casado, no lo olvidemos, haya blanqueado, por decirlo con la corrección política al uso, a los condenados por los ERE en Andalucía, donde quedó demostrado el uso del dinero público, el destinado a los trabajadores en paro en la región, en prostíbulos o en la compra de cocaína, según determinaron los jueces, no deja de ser para algunas personas una prueba más de que ya no se trata de un verdadero partido político según los estándares europeos: hay que recordar que Benito Craxi, el político socialista italiano y primer ministro del país entre 1983 y 1987, implicado en una trama de corrupción, tuvo que huir a Túnez donde murió unos años más tarde, sin poder regresar a Italia; un verdadero aviso a navegantes.

Pero, sobre todo, la desaparición del partido como tal queda de manifiesto en la ausencia de actividad de sus órganos internos y la falta de voz en la política del partido que sufren sus militantes, tal como se deduce de la actuación del PSOE en los últimos años. Ambos casos son prueba evidente de que no existiría ya un verdadero partido político como manifestación organizada de las ideas políticas de un sector de la población, sino que estaríamos ante una simple organización al servicio del grupo que la dirige, el cual actúa al margen de cualquier control de las bases y sin tener en cuenta otras consideraciones que sus propios intereses personales.

Ello no evita, sin embargo, que la responsabilidad por las políticas llevadas a cabo desde los gobiernos que presiden corresponda a ambos: a los cuadros dirigentes y a las bases, con su silencio y con su permanencia en esa organización.

Es por ello que Puigdemont, y su teatralizada política, y el resto de políticos secesionistas que han hecho del chantaje separatista un modo de vida son simplemente una anécdota más del esperpento político que estamos padeciendo. Pero esto no es lo más importante, puesto que ellos y sus políticas no representan a casi nadie, aunque pueda parecer lo contrario. Sus votos lo único que reflejan es el intento de algunos de alcanzar privilegios que les permitan vivir mejor que sus vecinos, una situación que tiene poco recorrido: es más probable que todo se vaya al carajo antes de que se establezca una situación en la que unos vivan con privilegios a costa del trabajo manso y resignado del resto. Y ni siquiera recogiendo una tercera singularidad regional en la Constitución que asigne privilegios a una nueva región esta se va, en mi opinión, a poder mantener.

Si algo bueno han tenido los últimos acontecimientos sobre los propuestos privilegios económicos a Cataluña que defienden los socialistas es que son cada vez más los españoles que se preguntan simplemente por qué se mantienen en estos momentos los privilegios en algunas otras regiones como Navarra o las provincias vascas. ¿Es que la singularidad es sinónimo de privilegios económicos? Porque si eso es así, quién puede negar que cada una de las regiones españolas es singular y, si todos somos singulares y por tanto susceptibles de poseer también una singularidad económica, ¿dónde queda la igualdad entre los españoles?

El problema de la existencia de determinados políticos es que terminan por ser tan peligrosos como ignorantes, y eso en Historia nunca se perdona. Por eso, cuando un partido político ha evolucionado hacia la nada, aunque su sombra continúe siendo todavía alargada, solo le quedan dos opciones: o desaparece o sufre una profunda catarsis que le permita resurgir como un nuevo ente y, en este caso, ejercer sus antiguas y olvidadas funciones con la humildad que corresponde al que ha reconocido su error.

Como decían los clásicos: sapere aude.