Desde hace unos cuantos años ha terminado por imponerse el incomprensible término de latinoamericano en sustitución de iberoamericano o, según el contexto, hispanoamericano. Durante mis años de docencia siempre he utilizado en mis clases, y también en mi vida corriente, los términos, mucho más correctos, de iberoamericano e hispanoamericano, según estuviera hablando de la América hispana o de los territorios americanos en su conjunto que fueron colonizados por españoles y portugueses.
En estos tiempos, además, ha llegado a la presidencia de Méjico, uno de los grandes países hispanoamericanos, donde siempre ha imperado, en mi opinión, el orgullo por su ascendencia hispánica frente a los intentos de colonización cultural de su poderosos vecino del norte, una presidente, de pasado terrorista, según algunas fuentes, que ha resultado ser continuadora de la absurda actitud de su predecesor en sus relaciones con España.
Pero es lo que tiene la ignorancia y, sobre todo, el falseamiento de la Historia como arma de dominio político. Que los descendientes de españoles abominen de la presencia hispánica en estos territorios es, no sólo un contrasentido, sino un despropósito. Uno se pregunta si, sacando las conclusiones lógicas, terminarán por abandonar esas tierras dejándoselas a los descendientes de los antiguos indígenas. Sería lo coherente, especialmente porque en las tierras hispanoamericanas sí hay descendientes de los antiguos indígenas, algo que no ocurre en las tierras colonizadas por los anglosajones, donde las tribus indias fueron exterminadas. Por otro lado, con esa salida de la población blanca, descendiente de españoles, en estos países, se pondría fin a la explotación de la población indígena que se desarrolló de forma sistemática a partir de las independencias hispanoamericanas. Dicha explotación por parte de las élites blancas está en el origen del atraso de estos territorios en los dos últimos siglos y en la creación de una nueva visión histórica que eliminara la acción protectora de España del mundo indígena frente a los abusos de los criollos en el recuerdo colectivo, sustituyendo la antigua realidad por una visión de explotación de España sobre estos territorios que sirviera de justificación al subdesarrollo generado por las nuevas élites criollas y sus gobiernos independentistas. Crearon así un nuevo nacionalismo, con un enemigo externo que era la España colonizadora, a la vez que negaban el hecho de que la mayoría de las clases bajas, indígenas y mestizos incluidos, habían luchado a favor de España en los procesos independentistas, los cuales triunfaron gracias a la ayuda de potencias como Inglaterra y a la debilidad de una España que acababa de salir de su Guerra de la Independencia frente a Napoleón.
La pérdida del Imperio español abrió estos territorios a la explotación neocolonial de otros países, como Francia o Inglaterra, entre otras naciones europeas, o los mismos Estados Unidos, que veían así la posibilidad de extenderse territorialmente, caso de las tierras mejicanas, o económicamente en las nuevas naciones hispanoamericanas.
Este proceso de negación de la Historia de estos territorios en los tres siglos anteriores contó con muchas herramientas, entre ellas la labor de algunos intelectuales europeos que veían abierta la posibilidad de reescribir la Historia de la actuación de sus propios países frente a España en la Edad Moderna. Entre esas herramientas está el control del vocabulario: es una evidencia, especialmente para quienes conocemos el tremendo poder de los medios de comunicación actuales, que se pueden conformar nuevas realidades manejando las palabras y dotándolas de nuevo significado, de lo cual tenemos abundantes ejemplos ahora.
El término latinoamericano, en sustitución de hispanoamericano o iberoamericano, según los casos, es otro ejemplo más de esa sustitución de la Historia de aquellas tierras por una nueva visión más acorde con los intereses de las nuevas élites y de algunas potencias europeas en la época contemporánea. Sobre todo ello creo que se podría escribir largo y tendido, pero yo no podría hacerlo nunca con el estilo y la perfección en la exposición que he encontrado en este trabajo publicado en el Congreso de Historia y Geografía Hispano-Americanas, celebrado en Sevilla en abril de 1914. Es por ello que he preferido tomar de sus Actas y Memorias, publicadas en Madrid en 1914, hace ya más de cien años, uno de los trabajos que se incluyeron.
He de decir que me ha fascinado su lectura y espero que a todos aquellos que ahora lo lean les ocurra algo parecido. El texto lo he reproducido tal cual, incluyendo el uso de algunas conjunciones y preposiciones con tilde, tal como entonces se escribía; o el uso de la palabra españólamente, que no existe, al menos actualmente, en nuestro diccionario, pero que me parece un término entrañable.
SOBRE LA DENOMINACIÓN DE "LATINA,,
APLICADA Á LA AMÉRICA ESPAÑOLA
POR
DON RAMÓN DE MANJARRÉS PÉREZ DE JUNGUITU
Hace algún tiempo se vienen empleando las denominaciones «América latina», «Repúblicas latino-americanas», en sustitución de «América española», «Repúblicas hispano-americanas». ¿Quién es el autor de estas nuevas expresiones tan injustamente afortunadas? ¿De qué país han salido para invadirnos? ¿A qué obedece el empeño en propagarlas? No es nuestro propósito averiguarlo. Pero haremos constar que los franceses las adoptan con rara unanimidad y fervor. En España, la invasión empezó por Barcelona, donde rápidamente se extendió en artículos, en geografías, en portfolios, en memorias comerciales; bien pronto hemos imitado el ejemplo en toda España, con esa facilidad que parece ser privativa de nuestro carácter para todo lo que significa dejación y abandono. Ya han aparecido estas denominaciones en documentos oficiales, y su brillante carrera aseméjase en todo á la del arrivista (sic) huero y encumbrado.
Se dirá tal vez que no son inexactas, que reparar en su mayor ó menor propiedad es una minucia. Importa declarar su trascendencia. Lejos de ser cierta la expresión francesa le nom ne fait ríen á la chose, el nombre hace tanto á la cosa, que la variación de aquél puede costar la vida á ésta.
Científicamente no se puede admitir la denominación de América latina por falsa política, españolámente no se puede admitir porque nos perjudica.
Hubiese, no ya una unidad antropológica ó bien étnica á quien poder llamar raza latina; hubiese siquiera un grupo geográfico, y aun así, la propia conveniencia nos aconsejaría no admitir ese concepto «América latina». Pero felizmente están de acuerdo nuestra conveniencia y las enseñanzas histórico-geográficas, y se puede decir que nos hallamos en presencia de una de las manifestaciones abusivas que se vienen haciendo de la idea del latinismo. Aun tomando la zarandeada palabra raza en su restringida acepción histórico-geográfica, es ya sabido que ese concepto del latinismo, desalojado de los trabajos científicos, se ha refugiado en clase de tópico en artículos políticos y literarios. Y también—cosa notable— cuando todas las antiguas clasificaciones etnográficas, cuando todas las hipótesis acerca de los orígenes de los pueblos modernos vacilan y se tambalean á impulsos de nuevos estudios, esa clásica sombra de la raza latina sigue incólume deslizándose en nuestros libros de enseñanza.
Si, pues, naciones latinas no significa otra cosa que naciones que han sufrido más ó menos la influencia de Roma y que hablan lenguas romanas; si nosotros, españoles, amasados por muchos grupos étnicos, tenemos sólo eso de latinos, ¿qué valor puede tener la frase «América latina»?
Puede objetarse que hay en América países á que legítimamente toca el calificativo de latinos, admitido que sea el latinismo, ya que su origen es portugués ó francés. Pero Méjico, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Salvador, Santo Domingo, Cuba, Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Venezuela, La Argentina, Paraguay, Uruguay (preciso es nombrarlos todos), proceden exclusivamente de España: son la América española, poblada por hijos españoles, y no hay para qué llamarlos de otra manera. Si se cuenta con el Brasil, llamemos en hora buena á ese conjunto América ibera; Repúblicas ibero-americanas. ¿Cuál es entonces la América latina? ¿Será la Luisiana que fué francesa? Pero la Luisiana es un Estado de la Unión, y, en último caso, si nos interesa su recuerdo, es porqué también fué española; por la misma razón que nos hace grato el recuerdo de la Florida y el de California y el de Nuevo Méjico. ¿Será esa América latina el Canadá francés, hoy del dominio británico? ¿Qué nos importa eso?
¿Será que la extraordinaria inmigración italiana pueda aducirse para considerar á la República Argentina país americano latino? Pues en ese caso, Chile pudiera llamarse República germano-americana.
Nosotros cantamos las dulzuras del latinismo y los franceses jamás lo invocan respecto de nosotros, á no ser que motivos especialísimos les muevan á halagarnos transitoriamente; pero tratándose de América, lo invocan de modo sistemático.
Dejémonos, pues, de latinismos, digamos raza española y proclamemos de una vez y para entendernos, que cuando esto decimos dirigiéndonos á los americanos, no damos á la palabra «raza» el valor científico que en este caso no puede tener, sino el afectivo, el sentimental, el que expresa la unión de todos los que amamos en español aquende el eterno Pirineo y allende los mares, y formamos una suma de quebrados de distintos numeradores, pero de un común denominador.
No nos conviene decir «América latina», porque el latinismo, que no existe ni en la Geografía, ni en la Historia, ni en los intereses, ni en las simpatías, ni en el genio, ni en las aspiraciones, no es más que una de tantas seductoras concepciones francesas, inventada para arrogarse el papel de baluarte de la graciosa cultura antigua contra el germanismo, y que ahora se viste con brillante ropaje y se hace género de exportación para atajar al hispanismo naciente. No conviene, porque basta que Francia se haya adjudicado la misión de hermana mayor latina, que en justicia le correspondería á Italia (á Italia gala, etrusca y griega), y basta que haya inventado eso de América latina en vez de América española, para que le hagan coro los que hasta inconscientemente huyen de pronunciar el nombre de España, sin perjuicio de aprovechar su nombre, y para que ingresemos en el coro todos los españoles.
Imaginemos, por un instante, que Francia hubiese descubierto, poblado y regido todas las naciones hispano-americanas: hoy se llamarían franco-americanas, y, ¡ay de nosotros si nos atreviésemos á sacar á colación el desdichado latinismo! ¡Fueran de ver la indignación y el desdén!
¿Y por qué al Canadá francés no le llaman Canadá latino?
Pues ténganlo presente los que duden de la trascendencia de esos cambios de nombre. Cuando los hispano-americanos no usen más que ese sobrenombre de latinos, entonces todos seremos iguales ante la sangre y la Historia: españoles, franceses é italianos. Los franceses se ampararán del latinismo para captarnos la amistad americana, para atajar el avance de nuestro idioma, para seguir funcionando de señuelo brillante; los italianos cobijarán debajo del latinismo su inmigración. Y nosotros, eternos inocentes, perpetuos Quijotes (aunque ahora en su etapa desengañada, bucólica y pastoril), ajenos siempre á toda astucia, quedaremos, como de costumbre, burlados, y después de haber hecho entrar á medio planeta en el cauce de la Historia, pasaremos por el trance de ver, mientras en el dulce caramillo cantamos endechas de confraternidad latina, cómo se pierde nuestro nombre, cómo se expulsa nuestro idioma, cómo se extingue nuestro recuerdo, único fin al que van derechos estos latinismos.
Tengo, pues, el honor de proponer al respetable Congreso se sirva adoptar las siguientes conclusiones:
Declarar que la Historia, la Geografía y la política nos imponen usar las denominaciones de América española ó ibérica, Repúblicas hispano ó ibero-americanas, según se excluya ó no al Brasil.
—Solicitar del Gobierno de S. M. use y mande usar estas denominaciones en toda clase de documentos oficiales.
—Invitar á todos los escritores, maestros, catedráticos, hombres de ciencia y corporaciones nacionales á que por patriotismo hagan lo mismo, para evitar la enorme, la imperdonable abdicación que envuelven las frases «América latina» y «Repúblicas latino-americanas».
Sevilla, Febrero 1914.