Una parte importante de la población nació y vivió muchos años de su vida durante el período de la Guerra Fría. Este periodo fue definido por un diplomático norteamericano de una forma especialmente acertada: La guerra, improbable. La paz, imposible. Se trataba de dos mundos opuestos: el Bloque Occidental y el Bloque Comunista. Todos los países del mundo entraban de una forma u otra en esta división, aunque el grado de protagonismo fuera diverso y se dieran, incluso, naciones que jugaban a una equidistancia impostada e imposible.
El mundo occidental se basaba en el respeto a los derechos individuales, algo no muy logrado en demasiadas ocasiones, la búsqueda de modelos democráticos en sus organizaciones políticas y en el liberalismo económico como sistema económico. Las variantes aquí también eran numerosas y se traducían en diferencias notables entre los países que integraban este bloque. En Europa, y en algunos territorios directamente relacionados con nuestro continente, se perseguía el objetivo de crear un estado del bienestar, cuya evidencia más significativa era la existencia de sistemas de seguridad social que iban más allá del derecho a una pensión después de finalizar la vida laboral: la educación, la sanidad, la protección de los más desfavorecidos…, todo ello formaba parte de ese objetivo a alcanzar por parte de los gobiernos. Se contaba para ello con toda la experiencia acumulada en estos ámbitos a lo largo de más de cien años, desde los modelos establecidos por Bismarck y los conservadores españoles hasta los grandes logros sociales alcanzados en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, aunque la socialdemocracia europea intentara aparecer como la única artífice de esos sistemas de bienestar ante los electores de sus países.
El desarrollo económico mantenido a lo largo de todo el siglo XX, sólo interrumpido por las crisis cíclicas que parecen formar parte de la evolución económica, facilitó, en términos generales, la consecución de esa sociedad del bienestar.
El mundo comunista, por su parte, evolucionó tal como cualquier observador independiente podía prever: un desarrollo económico mucho más bajo que se tradujo en un reparto igualitario de la miseria. A la vez, sus modelos políticos se basaron en la imposición de dictaduras totalitarias en las que había desaparecido la libertad del ser humano y su capacidad de crear e innovar. Se puede ser comunista o partidario del entonces denominado socialismo real o del resto de idearios aparecidos en el mundo occidental con la única finalidad de blanquear y edulcorar la realidad del mundo comunista; pero lo que no se podía negar era la pobreza, todo lo igualitaria que se quiera, pero pobreza al fin y al cabo que existía en el bloque comunista, así como la falta de libertades individuales, incluidas las políticas, que padecía la población de estos países. Hay que recordar que el muro de Berlín fue levantado por los comunistas alemanes, no para que no entraran los de fuera, sino para que no huyeran los de dentro.
Estábamos, pues, ante dos mundos distintos y opuestos. Ante un sistema bipolar que se mantuvo en un cierto equilibrio durante décadas. Las únicas salidas posibles que dictaban la lógica eran la guerra o el colapso de uno de los bloques. La guerra directa entre ambos bloques hubiera supuesto la aniquilación mutua, dado el armamento nuclear con el que contaban, por lo que se optó por los enfrentamientos bélicos indirectos: ambos bloques dirimían sus diferencias militarmente a través de guerras localizadas en determinadas zonas del planeta que terminaban basculando, según correspondiera la victoria en cada caso, hacia un bando u otro, pero sin que los cambios en el tablero fueran demasiado significativos.
Finalmente, el colapso de uno de los bloques fue lo que terminó por imponerse. El mundo del socialismo real quebró y se derrumbó, no por un ataque militar directo del contrario, sino porque en su interior llevaba el germen de su propio derrumbe: un sistema totalitario como el existente entonces sólo podía sobrevivir mediante la victoria militar sobre el contrario o con la anexión de nuevos territorios. Finalizadas las grandes conquistas soviéticas que siguieron a la caída del nazismo en Europa, traducidas en la anexión a la URSS de toda la Europa del Este, solamente quedaba la posibilidad de nuevos territorios en África, Hispanoamérica o Asia, y esas nuevas adquisiciones eran demasiado costosas o su control era problemático, debido a la distancia respecto a los centros de poder rusos, las diferencias de civilización y la oposición activa del mundo occidental que alimentaba la lucha contra el dominio comunista también con intervenciones, directas o indirectas, de carácter militar.
Así, cerrada en las últimas décadas del siglo XX la posibilidad del expansionismo militar, el bloque socialista se derrumbó.
Pero también se derrumbó con él la lógica del sistema anterior de contrapoderes entre ambos bloques. Es cierto que su caída supuso la libertad para millones de ciudadanos de esos países, pero sus antiguas naciones quedaron en cierta forma inermes ante un mundo en el que habían desaparecido las antiguas estructuras políticas, sociales y económicas, imponiéndose un nuevo sistema de valores. Todo ello sin el cobijo de un orden mundial claro. Desaparecido uno de los bloques, la potencia líder del otro, los Estados Unidos, tendió a actuar de forma unilateral y con una política exterior, cuanto menos, errática. El resto de países occidentales, sin la existencia de un peligro exterior claro, hizo prácticamente lo mismo.
Del antiguo imperio soviético se fueron desgajando, sin ninguna lógica histórica en algunos casos, nuevas naciones y nuevos conflictos que también fueron la consecuencia directa de las irracionales políticas territoriales llevadas a cabo por la URSS desde la época de Stalin. Ni la nueva Rusia fue capaz de acabar con el proceso ni Occidente le facilitó la tarea, ya que el único peligro tangible parecía ser el peligro nuclear que suponía la división territorial del antiguo arsenal soviético.
Fueron años de caos en los que el peligro nuclear parece haber sido mayor que en los años de la propia Guerra Fría.
Y solucionado este problema inmediato, el caos se mantuvo, aunque la tensión se trasladara ahora al ámbito económico donde China aparecía como la gran enemiga de los Estados Unidos y de sus aliados occidentales. Una China, por cierto, cuyo nuevo potencial económico ha sido realmente creado por los mismos países occidentales que pusieron en sus manos la tecnología y la producción de una buena parte de la economía europea y occidental en aras del máximo beneficio que suponía la baratura, con las horrorosas condiciones laborales del capitalismo decimonónico, de la mano de obra del país y los futuros beneficios también de su inmensa población de posibles consumidores.
Todo un logro de los sesudos asesores políticos de los gobiernos occidentales: han convertido en una potencia económica al único país importante que mantiene intacto un sistema político totalitario de tipo comunista. Y China, que conoce muy bien la historia mundial de los dos últimos siglos y que cuenta con toda una tradición imperial y expansionista, ha sabido traducir ese nuevo poder económico en una herramienta de poder mundial. Los siguientes pasos serán, sin lugar a dudas, su transformación en potencia militar, proceso que está siguiendo a pasos agigantados, lo que le permitirá llevar a cabo una política expansionista por otras vías, además de la económica. Y volvemos a la idea base ya expuesta: la única salida de un sistema totalitario es la victoria militar y las anexiones territoriales. Y que cada cual saque sus conclusiones.
Y en esto llegó la victoria presidencial del señor Trump, quien está, al menos aparentemente, centrando su política en el mantenimiento del poderío estadounidense y el peligro para el mismo de la política china. Pero llevar a cabo una política mundial para responder a la nueva situación política, sin tener en cuenta las causas que nos han traído hasta aquí, parece más una partida de damas que una partida de ajedrez: el cambio de aliados o la búsqueda inmediata de ventajas económicas no asegura la victoria, la aleja. Sin peones no se puede jugar al ajedrez y sin soldados no se gana una guerra y mucho menos se asegura el dominio territorial. Pero esto seguro que será motivo de nuevas y humildes reflexiones de quien ve lo que pasa, pero entiende poco lo que está pasando.