La creciente tendencia a mantenerse al margen de la ajetreada vida social en nuestra época va unida, en mi opinión, a determinados tipos de personalidad, siendo algo que también se agrava con la edad. Históricamente, además, han sido muchos los que, desde los tiempos clásicos, han ponderado la lejanía voluntaria. En línea con ello suele equipararse ese retraimiento con la vida rural frente a las bulliciosas relaciones que se dan en el mundo en las ciudades.
Sin embargo, no todos han visto esta dicotomía con los mismos ojos. Ya en las primeras décadas del siglo XVI fray Antonio de Guevara trató el tema en su Menosprecio de Corte y alabanza de aldea. Este autor, nacido en las Asturias de Santillana hacia 1475 ó 1480, fue cronista del Emperador Carlos V y autor de varias obras, entre ellas la que acabamos de mencionar, que le dieron gran fama; y, al igual que algunos otros autores, apela a citas de los autores griegos y romanos, unas veces tergiversadas y otras simplemente inventadas, para dar mayor énfasis a sus afirmaciones, aspecto que conviene tener en cuenta. Pese a ello, su Menosprecio de Corte… es una obra de lectura recomendada en estos tiempos y de agradable lectura. Y, sobre todo, su percepción de la sociedad de su época es especialmente interesante viniendo de alguien que se había criado en la Corte de los Reyes Católicos, aunque sobre ese mundo Guevara escriba después que fue “a do me crié, crescï y bibí algunos tiempos más acompañado de vicios, que no de cuydados”.
Teniendo en cuenta todo ello, quizás podamos entender mejor algunas de sus afirmaciones, como cuando señala que entre “los cretenses ley fue muy usada y guardada que si algún peregrino viniesse de tierras extrañas a sus tierras propias, no fuese nadie ossado de preguntarse quién era, de dónde era, qué quería ni de dónde venía, so pena que açotasen al que lo preguntava y desterrasen al que lo dixesse. El fin por que los antiguos hicieron estas leyes fue para quitar a los hombres el vicio de la curiosidad, es a saber, el querer saber las vidas ajenas y no hazer caso de las suyas propias, como sea verdad que ninguno tenga su vida tan corregida, que no aya en ella qué enmendar y aun qué castigar.”
Y añade a continuación: “Lo más en que ocupan los hombres el tiempo es en preguntar y pesquisar qué hazen sus vezinos, en qué entienden, de qué viven, con quién tratan, a dó van, a dó entran y aun en qué piensan; porque, no contentos de preguntar, lo presumen de adevinar. Veréis a unos hombres tan determinados, o por mejor dezir, tan desalmados, que juran y perjuran que fulano tiene pendencias con fulana, y que éste quiere mal a aquél y aquél tiene hecha confederación con el otro; y si le conjuran a que diga cómo lo sabe, responde que él saber no lo sabe, mas que de muy cierto lo presume; porque el cielo se puede caer, y que su coraçón a él no le puede engañar.”
Hay que señalar que Guevara no circunscribe este comportamiento al mundo rural, aunque hoy en día la mayoría perciba un mayor control social en las zonas rurales que en el mundo urbano, hasta el punto de que se ha establecido la idea de que el mayor anonimato que se da en las ciudades es sinónimo de libertad personal.
En cualquier caso, la situación actual en esta cuestión es bastante compleja. Si por un lado vemos que las diferencias que existen entre la población rural y la urbana son cada vez menores y los intercambios, incluso diarios, de población son constantes, por otro también percibimos que entre ambos mundos se dan características propias importantes. Así, lo que nos queda de la antigua solidaridad humana entre vecinos es mayor en los pueblos que en las ciudades, a la par que la relación entre las personas es más intensa; a la vez, si bien ese anonimato del que hablábamos permite una mayor libertad de actuación, igualmente es cierto que la soledad, la real y la sentida, es mucho mayor en el mundo urbano que en las pequeñas poblaciones, hasta el punto de que se da la paradoja de sentirse solo a pesar de estar rodeado de una multitud.
La contraposición entre ambos mundos, el rural y el urbano, nos permite, pues, señalar algunos rasgos importantes y ciertas ventajas y desventajas de cada ámbito. Es indudable también que, desde el punto de vista material, en su significado más amplio, en las ciudades nos encontramos con un mejor acceso a bienes y servicios de todo tipo, algo de lo que se carece en los pueblos. Pero también es verdad que los ritmos de vida son más humanos en las pequeñas poblaciones, algo de agradecer a ciertas edades.
De esta diferencia se hablaba ya en el mundo clásico, cuando muchas familias patricias romanas contaban con sus villas como refugio ante los acontecimientos políticos. En el siglo XVII español los arbitristas elogiaban repetidamente el mundo rural, pero su objetivo era bastante prosaico: poner fin al éxodo campesino hacia las ciudades, creándose con ello masas urbanas difícil de controlar y perdiéndose una población campesina que era vital en una sociedad agraria como la del momento.
También la aristocracia inglesa se ha caracterizado por conjugar el tener abierta casa en Londres con sus propiedades rurales donde se sentían y eran verdaderos señores. Incluso la burguesía, siempre tan utilitarista, contó con casas campestres como refugio ante el mundo urbano; y esto fue copiado por los grupos burgueses de pequeñas ciudades, como vemos, por ejemplo, en los casos de los cigarrales toledanos o los cármenes de Granada.
Hoy en día, sin embargo, no creo que el problema sea optar entre la gran ciudad y el pueblo; entre las multitudes urbanas y la soledad del mundo rural. Ni siquiera en decidir entre una utópica vuelta a los orígenes, en línea con la pregunta que se planteaba Lope de Deza en su Gobierno político de agricultura -¿quién podrá decir que no desciende de un labrador?- y las mayores comodidades de la gran ciudad. La cuestión está en estos momentos, en mi opinión, en elegir entre retirarse del mundanal ruido o quedar devorado por él. Las redes sociales han invadido todo, hasta las esferas más íntimas de la vida humana, a la vez que se ha establecido la obligatoriedad del buenismo y la constante simpatía, que no empatía, como elemento fundamental en las relaciones entre los individuos: no solo hay que ser simpático de forma permanente, sino que todo el mundo nos debe caer bien y, además, las opiniones divergentes son peligrosas para la armonía del rebaño.
Por otro lado, el saber se concentra y se sirve convenientemente racionado en sus contenidos a través de esas mismas redes, aunque paradójicamente el nivel de conocimientos previos para entender esos contenidos es cada vez menor, lo que impide también la existencia de un espíritu crítico que nos permita ver la realidad y tomar decisiones racionales.
Puede, por tanto, que sea el momento de elegir entre conservar nuestra humanidad como seres individuales o malvivir como simples granos del montón, sin la capacidad de disfrutar libremente de todo aquello que se sale de la actual normalidad. Volver, por ejemplo, a esos libros en papel y valorar la riqueza que atesora una buena biblioteca, como depositaria del saber humano acumulado durante siglos, siguiendo lo recogido por Páez de Castro en el Memorial que envió a Felipe II sobre la necesidad de una Biblioteca Real: “Entre los Romanos se entiende bien, assi Tulio como por Seneca, que havia muchas Librerias particulares, que eran el descanso de los trabajos, y de la vejez, y ornamento de sus casas en el campo, y en la Ciudad”. Realmente, si perdiéramos el papel y los libros, perderíamos la esencia de la civilización humana tal como se ha ido gestando en los últimos milenios.
Se trata de recuperar el placer de la lectura de un buen libro; de tener tiempo también para pensar, solo pensar, sin hacer nada más, uno de los mejores privilegios que se adquiere con la jubilación. De seguir pensando que hay gente simplemente idiota, aunque sin caer en el pesimismo de que esos idiotas dominarán el mundo. Y de opinar que ciertas cosas están pésimamente hechas o rematadamente mal llevadas a cabo, puesto que algunas personas, simpáticas y buenistas, no merecen ningún reconocimiento y mucho menos aplauso de los demás, cuando su labor es simplemente desastrosa.
Se trata también de alejarnos, en la medida de lo posible, de la dinámica actual, vivamos en la ciudad o en un pueblo, en la que la velocidad de los acontecimientos impide a la mayoría de la gente desarrollar pensamientos autónomos y, aun menos, el poder manifestarlos.
Se trata, pues, de volver a gozar de la conversación de un amigo, de mantener ese espíritu crítico que el antiguo sistema educativo nos inculcó y que nos ha permitido gestionar nuestros fracasos y equivocaciones en la vida, así como los aciertos que hayamos podido tener. De mimar esa biblioteca llena de libros que en buena parte no lograremos leer y a los que miramos con cariño mientras no hacemos nada de provecho o, simplemente, escuchamos música que ya no está de moda.
Para ello no creo que sea necesario en esta época elegir entre campo y ciudad, y mucho menos aceptar acríticamente que to er mundo es güeno.
Es aceptar que vivimos en un mundo imperfecto, tal como también somos los seres humanos, en el que la gran tarea diaria es poder seguir manteniendo a lo Jorge Manrique nuestra lejanía del mundanal ruido.